oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

miércoles, 29 de febrero de 2012

EL JARRÓN _capítulo 1


Era la hora de las confidencias. Las tres amigas estaban en el vestíbulo de la embajada japonesa. Agustina sonreía y apretaba unas ramas de arbusto sobre su pecho. A sus pies la gran bolsa de hule, fiel como un perro gastado, llena de los restos de la clase. Las otras dos amigas habían ido a buscarla y ahora le tiraban de la chaqueta, como colegialas.
-Vamos Agustina, vente con nosotras- le suplicaban haciendo mohines y risas-. Nos vamos a comer a lo de la señora Sochi, ¿no te apetece una buena tempura? Mmm, no te puedes resistir a una deliciooosa tempura. Al menos si no lo haces por nosotras hazlo por tu gula.    

   Agustina vio langostinos y berenjenas crujientemente rebozados y aquel caldo de la señora Sochi que hizo que empezase a salivar más deprisa.
-No puedo, chicas, ya saben que a esta hora no. Pero si quieren mañana a la nochecita nos juntamos.
-¡Pero si no tenés nada que hacer!
-A la una quiero estar en casa, así que suéltenme que me van hacer de la chaqueta un abrigo.
-Dile al recepcionista que te deje llamar por teléfono, di que no puedes ir.
-No sean pavas, ya saben que para mi esa hora es sagrada.
-Pero no sabemos por qué, ¿cómo se llama?, ¿alguna vez nos hablarás de él?, ¿porqué no lo invitás y nos lo presentás?

         Las tres se reían cada vez más fuerte. Un grupo de hombres trajeados que hablaban de negocios las miraron, curiosos de que aquellas señoras perfectamente teñidas desplegasen tanta frescura. Incluso se asustaron un poco cuando la que estaba siendo acosada le dio a otra un cachiporrazo en la cabeza con unas ramas. Sin embargo eso no hizo sino aumentar la hilaridad entre las mujeres.
-Disfruten sin mí –dijo Agustina-, hagan todas las elucubraciones que quieran a mi costa si eso les sirve para aumentar la temperatura de sus bajos instintos. Me encanta verlas hechas unas viboritas, se les quitan como veinte años de encima.
-Serás hija de puta, Tinita, hermosa.
-Yo también las idolatro. Chau. Hasta mañana a la noche.

         El colectivo se demoró más de la cuenta, así que el trecho hasta su casa lo hizo al trotecillo, jadeando por el peso de la bolsa y el agobio de las ramas. Los ociosos de la vereda la miraron, con su falda recta y sus tacones, era una extraña gacela cruzando el semáforo en rojo y escapando de la embestida de los furiosos coches. En el ascensor se tocó el corazón, latía deprisa, hacía tiempo que no lo escuchaba moverse así. Abrió la puerta, tiró todo a un lado y otro del recibidor, hasta arrojó la chaqueta al suelo, se descalzó, se quitó las medias y con los pies desnudos entró en la sala. Se sentó enfrente del jarrón y permaneció tranquila.

         Había llegado a tiempo. La lengua de sol que entraba por la alta ventana estaba muy cerca de tocarlo. En la clara penumbra se le veía más rosado, bellísimo, tanto que mirarlo producía cierto desasosiego, esa hambre interior que provocan ciertas obras de arte. Hambrienta, así se había sentido ella al contemplarlo por primera vez, y así supo que se sentiría siempre, por más que lo poseyese y tuviese todo el tiempo del mundo para verlo. Y allí seguía, muchos años después, acudiendo a la cita del sol y el silencio, entregada a ese misterio, a ese interrogante de mirarlo.

         El sol entró en el jarrón, vacío, sin agua, sin flores. Un cuerpo de cristal finísimo. Una oquedad que tenía sentido por el caparazón exquisito que la contenía. La luz hizo que los tonos rosados empalidecieran, parecían una fina nube entreverada que aumentaba la transparencia del cristal.

         De pronto se abrió la puerta de la calle y entró su marido. Tropezó con las cosas desparramadas en el recibidor. Pisó algo y Agustina oyó astillarse una de las ramas de arbusto, un juramento. El bulto de Gonzalo abriéndose paso entre obstáculos invisibles hasta desembocar en la puerta de la sala.
-Agustina, ¿qué hacen todas esas cosas tiradas…
-¿Qué hacés en casa? –le interrumpió ella.
-Bueno, vengo a almorzar.
-¿A comer?
-Sí, son horas de comer.
-A comer ¿qué?
-No sé, ¿no preparaste nada?, ¿quedó arroz de ayer? Si querés frío unos…
-Yo no como -le volvió a interrumpir.
-¿Te encontrás mal?
-Gonzalo, ya te he dicho que a esta hora me gusta estar sola en casa.
-¿Pero qué hacés?
-Mis cosas. ¿Te querés marchar? ¿Te podés ir, por favor? Me estás interrumpiendo mucho.
-Pero si acabo de llegar. ¿Y a ti como te ha ido en la clase?
-Bien. Siempre me va bien. Pero necesito que te vayas, Gonzalo, te lo digo en serio.
-Vale, me voy a la cocina.
-¿No puedes irte a comer a otra parte?
-¿Me estás echando de mi propia casa?
-Vos sos quien me está echando a mí y ni te das cuenta.
-Agustina, desde que me he jubilado es que no te entiendo. Voy a prepararme algo.

         Y se metió en la cocina, arrastrando un poco los pies, para subrayar con esa nota de patetismo la escena que acababan de vivir. Agustina miraba el sol en el jarrón, el jarrón en el sol, la danza de luz que se iba retirando poco a poco. El silencio perfecto de unos minutos antes estaba contaminado por los ruidos en sordina de detrás de la puerta, el trajín de cacharros, el extractor, ciertos golpes metálicos e inclasificables. A Agustina se le tensaron las manos, pero se esforzaba por mantenerse en la contemplación, anclada, una estatua viva hundida en la marea de luz. Como una mosca pegajosa se coló la voz de la radio.
-¡Apagá la radio, por Dios! ¡Y no armés tanto kilombo! No hay que rematar al bife, ya está muerto ¿oís?
-Quiero escuchar las noticias.
-Pues mirá el periódico o bajá a ver la tele al bar. Necesito silencio. No me dejás pensar.

         Agustina tenía sed, el ardor de la desgracia y la cólera apretando su garganta. Pero aún estaban los últimos posos de sol, ahí, sobre el jarrón, los últimos, los más bellos por el contraste con la sombra. Casi ni respiró.

         Gonzalo apareció con un plato humeante y un botellín de cerveza.
-¿Puedo comer aquí? ¿Me apartás el jarrón?

         Ella lo miró con odio. Él se retiró a comer a la cocina, de cara a los baldosines amarillos.
-Estos baldosines son horrendos –dijo en voz un poco más alta de lo necesario-, qué viejos están. Teníamos que haberlos quitado hace años.