Entre las rocas, bandadas de peces me saludan. Son muy prudentes, nos miramos a cierta distancia. Los más pequeños casi me dejan atravesar su nube sin grandes aspavientos y huídas. Este agua transparente y gozosa, esta alegría animal. Al salir de la playa ya comienzan los pinos y la laderita con profusión de flores amarillas, lilas, violetas, blancas, rosadas. Me fijo en una de tallo largo y cabeza redonda formada por un montón de pétalos alargados y duros. Mi prima Teresa, bióloga, me enseñó a distinguirla en los largos paseos que dimos por Lores. Es la flor del ajo. Toco con delicadeza los pétalos y me llevo las yemas a la nariz. Sí, he acertado. Arranco dos flores que al final del tallo presentan su pequeño bulbo salvaje. En casa bato dos magníficos huevos verdaderamente ecológicos -un compañero de trabajo se los trae a mi amigo de sus propias gallinas-. Esparzo los pétalos y hago una tortilla preciosa, una obra de arte. La luna, también blanca y rosada, se llena lentamente sobre mi cabeza.
//
El domingo por la noche vamos a la Milonga Gaucha a Ibiza. Un rato antes he estado en la orilla de la mar, mirando a la luna llena y su camino brillante como una alfombra mágica cubriendo las aguas. Sobre ese lecho de agua plateada he depositado mi oración y mis lágrimas. Los veo caminar, ascender, entrar en la redonda puerta de la luna. Ya en la entrada de la casa, entre los rosales amarillos encuentro a Ignacio con las llaves del coche en la mano. Me decido de repente y nos vamos juntos a bailar. Yo no sé, por otra parte, bailar tango, pero Marcelo, que es el anfitrión de la milonga, me saca a la pista y camino hacia atrás escuchando el ritmo, apilándome contra su pecho, fluyendo hacia atrás; porque las mujeres en el tango viajan de espaldas. Al finalizar mis compañeras de milonga aseguran que lo he hecho muy bien. Hablamos, comentamos los giros de los danzantes, Cristinne insiste en que vea un vídeo del gran Gabito. También bailamos una chacarera, tres hombres de un lado, tres mujeres de otro, batiendo palmas, acercándonos al centro, alejándonos, volviendo a acercarnos, girando, y el ritmo del folklore me hace reir. Al volver a casa le cuento a Ignacio cómo he disfrutado en cada verano de los viajes nocturnos en coche, ese olor y esa sensación tan inefable del campo nocturno, de los pinos fantasmas apareciéndose y dejando tras de sí un rastro de olor aún caliente por todo el sol que les cayó en el día. La noche de primavera es distinta, pero la emoción está aquí, en el pecho. Al llegar a San Carlos le pido que se desvíe para ver la carabana de Raimundo, donde me alojé el primer verano gracias a la generosidad de mi amigo, y donde él mismo ha vivido tanto tiempo. No vemos nada, claro, porque todo está oscuro, pero con los ojos de la memoria aprovechamos la penumbra para iluminar recuerdos, los caracoles que hacían fila en el murete de piedra, el señor Carlos con el que tuvimos tan linda conversación, y sobre todo Catalina, la madre del hombre que alquilaba la carabana, una mujer muy vieja y encantadora que no había salido de la isla nunca. Ignacio me cuenta que grabó la última conversación que sostuvieron antes de que ella muriese. Está apenado porque no sabe dónde está ahora esa conversación. Yo pienso en todas las conversaciones memorables que uno tiene en su vida, ¿quedarán inscritas en la banda sonora del aire?, ¿las escuchará de nuevo algún dios en su radio, mientras emprende un viaje hacia la construcción de nuevos universos?
oración
si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón
miércoles, 6 de mayo de 2015
viernes, 1 de mayo de 2015
Los descansos y los días ibizencos
Día azul. Estrías de nubes en el cielo. Camino costeando por pequeños senderos. A veces el olor de los pinos llega como una ola magnánima, cubriéndome de alegría, esa alegría sutil que trae el perfume. Un coche se para y me pregunta con toda confianza, como si fuera una lugareña, y yo respondo con todas las ganas, sugiero pequeños cambios en su ruta. Nos miramos a los ojos, nos deseamos el mejor de los días. Voy sola por el camino. Hierbas altas que se cimbran, muchas flores en las cunetas, de todos los colores, campos tranquilos. Bajo la empinada cuesta y me recibe Aiguas Blancas, bella y a esta hora temprana casi desnuda, como la muchacha que me saluda. Me sumerjo en las aguas nuevas de mayo, dulcemente frías. Gracias a las gafas de buceo puedo dar los buenos días a algunos peces. Hoy me parece el mejor de los oficios, estar viva y ser educada con todo compañero de viaje.
//
Tarde ventosa, que si sí, que si no, me llevo un jersey fino por si acaso echado a los hombros. Me han dicho que si cojo esta bifurcación podré atravesar la montaña y llegar andando hasta el Pou des Lleó, mi lugar favorito en la isla. La subida es amable, las orillas verdes, casas diseminadas y medio escondidas. Una se vende, no me cuesta imaginarme viviendo en ella. Por un momento dudo y tuerzo a mi izquierda. un ataque de tos me hace verter lágrimas, todavía estoy saliendo del catarro, no puedo parar, es desquiciante. Vuelvo sobre mis pasos. la tos me ha dado miedo, como de morir tontamente, y desecada, porque no llevo agua, no llevo nada en las manos. Un perrillo me está esperando, parece un cachorrillo. me mira serio. Lo acaricio. Anda unos pasos en pos y se gira. Comprendo que, como en las leyendas, un animal ha salido a mi encuentro para enseñarme el verdadero camino. Hécate está de mi parte. El perrillo me señala el camino de tierra que antes desheché, sorprendentemente mi tos se calma. Ahora el camino es todavía más bello. Unas cabras en un campo me miran curiosas mientras ramonean sus yuyos. Dos conejos salen disparados y se esconden. Las tórtolas sienten mis pasos y emprenden un vuelo que deja temblando el aire. Sigo y sigo, reconozco un muro de piedra donde llegué hace tres años, en un viaje en sentido inverso. Como si fuese un sueño el camino tiene algo de pasillo de una casa enorme y destartalada. Llego a ese espacio naranja y azulverdoso que tanto amo. Enfrente la isla de Tagomago. El alma sabe dónde nació por primera vez, mucho antes de que la vistieran con un cuerpo.
//
Tarde ventosa, que si sí, que si no, me llevo un jersey fino por si acaso echado a los hombros. Me han dicho que si cojo esta bifurcación podré atravesar la montaña y llegar andando hasta el Pou des Lleó, mi lugar favorito en la isla. La subida es amable, las orillas verdes, casas diseminadas y medio escondidas. Una se vende, no me cuesta imaginarme viviendo en ella. Por un momento dudo y tuerzo a mi izquierda. un ataque de tos me hace verter lágrimas, todavía estoy saliendo del catarro, no puedo parar, es desquiciante. Vuelvo sobre mis pasos. la tos me ha dado miedo, como de morir tontamente, y desecada, porque no llevo agua, no llevo nada en las manos. Un perrillo me está esperando, parece un cachorrillo. me mira serio. Lo acaricio. Anda unos pasos en pos y se gira. Comprendo que, como en las leyendas, un animal ha salido a mi encuentro para enseñarme el verdadero camino. Hécate está de mi parte. El perrillo me señala el camino de tierra que antes desheché, sorprendentemente mi tos se calma. Ahora el camino es todavía más bello. Unas cabras en un campo me miran curiosas mientras ramonean sus yuyos. Dos conejos salen disparados y se esconden. Las tórtolas sienten mis pasos y emprenden un vuelo que deja temblando el aire. Sigo y sigo, reconozco un muro de piedra donde llegué hace tres años, en un viaje en sentido inverso. Como si fuese un sueño el camino tiene algo de pasillo de una casa enorme y destartalada. Llego a ese espacio naranja y azulverdoso que tanto amo. Enfrente la isla de Tagomago. El alma sabe dónde nació por primera vez, mucho antes de que la vistieran con un cuerpo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)