///La azafata de vuelo anuncia que
quedan veinte minutos para aterrizar, y pronuncia una hora. La hora me
choca, es una hora menos que la española a pesar de que volamos hacia el este. Pero no hago mucho caso. Luego en los relojes
luminosos del aeropuerto veo que pone una hora más que la del reloj de mi movil. No me he preocupado
en absoluto de la cuestión de las horas y como he quedado con mis
compañeros de viaje a las 3.30 doy por hecho que quedamos en el
horario español. Ahora mismo no puedo pensar en nada más que en
salir del aeropuerto porque estoy helada, me duele el cuerpo del frío
que he cogido en la cabina del avión. Ya he visto en el monitor el
número de autobús y los horarios para ir hasta el Pireo, el puerto
desde donde sale nuestro ferry a Hermioni.
Salgo en estampida a un día lleno de
sol y de viento. Enseguida me gusta esa luz, esa caricia briosa que
me envuelve. Como mi emparedado debajo de un parterre, pero los
alrededores del aeropuerto son, como era de esperar, desangelados. Sé
que me van a crucificar pero tengo demasiado tiempo de espera, así
que me voy a la cafetría de un pretendido hotel de lujo. La
cafetería se llama Artemisa y me encuentro con la emoción de la
carta y las letras en griego, que me dedico a deletrear como un niño
la cartilla en el parvulario. Pido un Ἑλληνικός
Καφές, sin azúcar, y me lo sirven en una tazita blanca sobre un
plato rectangular de diseño que lleva al lado un hueco sobre el que
han vertido uvas pasas en almíbar, una delícia de combinación
entre el sabor dulcemente otoñal de la confitura y la aspereza
terrosa del café. Como en la Argentina los griegos también tienen
el maravilloso detalle de acompañar el café con un generoso vaso de
agua. Luego, en nuestras bajadas a tierra, comprobaré que son muy
cafeteros y que les gusta llevarse el café puesto. Es normal ver a
viandantes llevando un largo vaso de cartón con tapa semiesférica y
pajita a la que se amorran para sorber su café frappé, que es la
variedad a la hora de servir cafés que parece más popular.
En
mi mesa de la terraza del Artemisa, rodeada de viajeros, saco mi
cuaderno y una de las lecturas que he traído y que ya empecé en
casa y continué en el avión antes de quedarme dormida. Se trata de
“Sociedad, amor y poesía en la Grecia Antigua” de Francisco
Rodríguez Adrados. La lectura me enfrasca y me estimula. Los
capítulos dedicados a la mujer y lo femenino en la Odissea
despiertan mi fuero reflexivo y conecto con un trabajo ensayístico
que llevé a la práctica a través de un curso que di en la librería
Pròleg hace ya muchos años. Lo titulé “Viaje a la mujer
soñadora” y estaba inspirado en esas figuras femeninas de la
Odissea. Como todo lo que es raíz en nuestra vida, la visión sobre
el tema, con el paso de los años, se ha amplificado, profundizado y
revelado nuevos aspectos. Escribo fluidamente varias páginas en mi
cuaderno y con un poco de pena pongo punto final porque ya es la hora
y tengo que salir a esperar a los chicos a la puerta de desembarque.
Cuando llego allí algo no funciona, no está anunciado el vuelo de
Madrid. Apenas me da tiempo a inquietarme porque una voz me pregunta
si soy Eva. Yo sé que es Fernando porque me han dicho que es
pelirrojo y porque quién va a saber mi nombre en el aeropuerto de
Atenas. Detrás de él está mi prima Teresa con cara de agobio
llevando en brazos a Iris, que con un año y medio será la compañera
de viaje más joven y más preciosa con la que compartir una
aventura. He metido la pata hasta el fondo de los tiempos, y es que
el tiempo en el que habíamos quedado era el griego. Así que
corremos hacia un taxi porque en autobús ya no llegamos a coger el
último ferry a Hermioni. Negociamos el precio con un taxista sacado
de los “Fragel Rock” y en el coche voy recibiendo los pormenores
de la búsqueda y captura de mi persona mientras yo tan felizmente
filosofaba sobre las sirenas, el deseo y otras lindezas. Se ve que
los altavoces han resonado con mi nombre, y aunque me avergüenzo de
mi despiste, también me impresiona esa voz del Corifeo llamándome a
escena y mi vacío por respuesta.
El
ferry va a toda pastilla, mejor dicho a todo nudo, pues es en nudos
como se mide la velocidad en la mar y en el aire. La azafata nos riñe
por salir a cubierta y sólo nos será permitido cuando el barco aminore la
marcha porque llegamos a los puertos. Iris corretea sin problema por
los pasillos, intrépida y determinada, cada vez que se cae se levanta. La verdad es que en una
de estas se hace un pequeño chichón, pero apenas llora. Es muy
valiente. A sus espaldas, Teresa y Fernando trafican con cinco quilos
de conguitos que han traído “por si las moscas”, delicioso plan
de salvamento al que atacaremos en horas tontas, listas, enteras y
medias. En la tele un monitor de televisión con el volumen
generosamente alzado ofrece una teleserie griega. La peluca rubia de
una de las actrices que sin duda interpreta el personaje de “la
mala” me tiene fascinada por el horror mismo. Pienso en el peinado
de la ex reina Sofía, esa cosa cincelada y sin vida que recordaba a
los cráneos de quita y pon de los Pin y Pon. Reflexión esta
cacofónica. Ya es de noche cuando llegamos a Hermioni.
En
el pequeño puerto de Hermioni nos espera nuestro capitán, Fernando.
No tenemos que andar mucho para llegar al Ralip, el velero que será
nuestra casa por una semana. Superado el primer desafío de cruzar la
estrecha pasarela ya estamos dentro. El capitán, con extrema
generosidad me cede su camarote. Yo insisto en que no y el en que sí.
Mi política es obedecer al capitán. Dormiré, pues ,como una
privilegiada, en la proa del barco, mi cama tiene forma de pico y una
escotilla arriba me permitirá asomarme cuando vuelva cada noche del
baño, a ver si cazo la luna y las estrellas. Hasta tengo un armarito
estrecho e irregular donde meter mis pertenencias.
Vamos
a cenar a un restaurante del puerto, precioso, donde nos sirven un
surtido de platos griegos que están buenísimos. A Teresa y a mí nos
han entusiasmado las berengenas rellenas. El vino blanco va a
acompañar nuestras comidas y cenas. Es ligero y muy bueno. Saludamos
a los dueños del restaurante que ya conocen a Fernando Capitán
desde hace mucho, pues este lobo de mar de raíces gallegas y larga
vida menorquina, lleva nueve años surcando las aguas griegas con el
Ralip. La dueña es Miren, una mujer vasca encantadora. Un pequeño
paseo después de la cena nos pone en la pista de que los griegos
son amigos de los dulces, panes y pasteles hechos con calidad y esmero. Hacemos
acopio de provisiones para el desayuno que, nos anuncia el capitán,
será ya navegando. Partiremos tempraneros de Hermioni. Hemos
atravesado callejitas estrechas hasta cruzar al otro lado de la
bahía. Hemos visto pulpos colgando como reliquias de los toldos de
los restaurantes. Despido a la luna en su travesía creciente y
cierro los ojos. La mar acuna. Mañana más.