Llegó carta de la isla. De vez en cuando aún le escribía el señor Borch, y ella a él. No se podía decir que tuviesen una amistad. El señor Borch era demasiado seco para esas efusiones. Sus cartas parecían esquelas, y ella no había encontrado el desenfado suficiente como para que el tono de las suyas resultara más cordial, más fresco. Pero la verdad es que durante todos esos años habían mantenido el interés el uno por el otro, y una verdadera simpatía corría entre los dos.
En los primeros años, cuando el jarrón todavía era propiedad del señor Borch, ella le mandaba, además de los giros, cartas serias, donde hablaba de sus progresos en los estudios, o en los trabajos que conseguía, o en los concursos que ganaba. Empezó a enviarle fotos de los Ikebanas. Él le pidió que alguna vez posara junto al Ikebana. Le decía que ponía esas fotos en un corcho, detrás del mostrador, y que algunos clientes se interesaban, entonces él les contaba de ella y de cómo se conocieron. Una vez un alemán, al saber la historia, dejó cien euros a favor de la cuenta de Agustina. Tanto ella como el señor Borch se quedaron sobrecogidos por ese gesto. Cuando al fin pagó su precio y lo tuvo en Argentina siguió mandando cartas a la isla, preñadas de fotos donde el protagonista era el jarrón. Recortes de periódicos donde se daba la noticia de que la Señora Agustina Pellegrini había ganado tal certamen y tal otro, aunque las fotos en blanco y negro y en papel barato no hacían justicia ni a la belleza del jarrón ni a la composición floral que albergaba. Una vez también le envió la carta de un maestro de Ikebana escrita en japonés y traducida al castellano, donde le hacía una crítica minuciosa e inspirada de sus aptitudes y estilo en el desarrollo de ese arte.
Una primavera incluyó en la carta la tarjeta personal que se había mandado hacer. En ella el jarrón contenía una composición floral muy simple y elegante y su nombre, en una delgada línea, parecía una cuarta rama, horizontal, tendida, a punto de ser alzada y vivificada entre las orquídeas. Todas esas cosas se las enviaba al señor Borch como si fuesen comprobantes de que la confianza, la buena fe y la paciencia que había tenido para con ella, tuviesen plena justificación y no hubiesen sido en vano.
El jarrón era un centro en la vida de Agustina, un centro por el que ella merodeaba cargada de flores, de verdín, de tijeras e hilos, rafia y alambres invisibles. Un vacío ligeramente rosado donde ella se inventaba algunas formas de mirar.
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