Al señor Borch lo conoció en el único viaje
que hizo a Europa. Ella era muy joven, estudiaba historia del arte. Como era de
curiosidad inquieta se colaba en algunas asignaturas sueltas de botánica y
hasta en un postgrado de diseño de jardines para arquitectos. Allí conoció a
Gonzalo. Parecía que la había dejado embarazada y se casaron pronto. Luego se
vio que era una falsa alarma. En aquellos días también conoció al señor Yoshito,
que la inició en el arte del Ikebana. El viejo Yoshito vivía en Belgrano, cerca
de las vías, en una casa diminuta pero que poseía una enorme terraza. Las manos
y las horas quietas del señor Yoshito habían convertido aquella terraza en un
jardín, para Agustina, un pequeño paraíso. Allí daba sus clases, casi sin alzar
la voz enseñaba como el primer gesto de clavar el tallo en el “pincha flor” ya determinaba la energía y
la cadencia que adquiriría todo el conjunto. En la pequeña biblioteca del señor
Yoshito Agustina descubrió el Tao y muchos tratados de budismo zen, y empezó a
colarse también en las clases de filosofía oriental.
Entonces
la tía Manuela murió y le dejó un dinerito. No era mucho pero sí era una cifra
que permitía soñar. Nadie se lo esperaba y algunas envidias hicieron temblar la
paz familiar. Empezaron las recomendaciones de qué hacer con la plata. Lo más
lógico era ahuchar para comprarse una casa con Gonzalo y dejar el piso de
alquiler. Agustina habló en voz baja de un viaje a Europa, pero voces más gruesas
decían que había tiempo, que esos viajes mejor hacerlos cuando se está maduro,
que ahora había mucho por construir. Ella iba a lo del señor Yoshito,
practicaba con las flores, intentaba descifrar las parcas palabras del viejo
maestro. Dejaba que los otros hablasen mientras ella intimaba con el silencio.
Un día lo anunció. Se iba a Europa, durante cuatro meses, quizás pasaría de
Estambul a Asia, no lo sabía, quería dejarse improvisar. La noticia calló como
agua fría. Desobediencia, pensaron los padres, deslealtad, pensó Gonzalo. Sin
embargo todos aceptaron que era su dinero y se dedicaron a hacerle la vida
imposible de pequeños reproches y caritas largas hasta que se marchó.
De aquel viaje memorable lo más
importante, sin duda, fue el encuentro con el jarrón. Ocurrió fuera de
programa, como suelen ocurrir las citas secretas entre los amantes. En su paso
por Barcelona conoció a unos mallorquines muy simpáticos. Fue en una luna llena
de agosto, de esas que emborrachan los ánimos y propician las extrañas
comuniones. Le hablaron de la isla y le abrieron las puertas de sus casas. Así
que tomó el barco junto a ellos. La última tarde paseaba sola por Palma cuando
vio la tienda. Era un lugar escondido, de techos bajos, donde se vendía de
todo, un bazar de cosas bellas, unas antiguas, otras modernas, muchas de ellas
de cristal. Había una gran profusión de botellas, copas, lágrimas, jarrones,
todos preciosos, encantadores. Paseaba como una lenta fragata por entre
aquellos objetos deseables. Hasta que lo vio. Ni tan siquiera la borrachera de
mirar todas aquellas bellezas podía empañar lo que sintió al mirar el jarrón.
Pidió al señor Borch si tenía un lugar despejado para poder contemplarlo, pero
la tienda era pequeña y estaba abarrotada, así que lo más vacío que encontraron
fue el mostrador. Allí estuvo Agustina acodada una larga hora, mirándolo con
tal intensidad como si lo estuviera deglutiendo con la mirada. Por fin la voz
le salió destemplada, casi desfallecida de su pecho. Preguntó el precio. La
cantidad que mencionó el señor Borch era, sencillamente, exorbitante. Suspiró.
Se separó de su embeleso. Necesitaba pasear, maquinar cómo podría hacerse con
él. Dijo al hombre Volveré dentro de una hora ¿estará abierto? Resérveme el
jarrón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario