Por supuesto el jarrón tenía una historia
que le contó el señor Borch. Había sido soplado por un maestro del vidrio de
Mallorca a principios de siglo. En seguida fue comprado por una casa
nobiliaria. El modo en cómo había ido a parar a la tienda del señor Borch no
era muy claro, y sobre esos detalles no se extendió.
Una
hora más tarde Agustina volvió con las ideas ordenadas. Intentó ser sincera y
demostrar, además de vehemencia, firmeza y honradez.
-Mire, no le puedo pagar el jarrón ahora.
Creo que no podré hasta dentro de bastante tiempo. Pero le voy a pedir que me
lo reserve. Le propongo ir comprándoselo poco a poco, en cuotas. A medida que
reúna el dinero se lo iré enviando. Y cuando por fin esté completamente pagado,
si no puedo venir personalmente a buscarlo usted me lo enviará cuidadosamente
embalado a la Argentina ,
¿le parece?
Al
señor Borch no le parecía y hubieron de batallar mucho con las palabras.
Agustina habló de ella, de sus estudios, del señor Yoshito, del Ikebana.
Intentaba que el señor Borch la viera, que dejase de ver una chica anónima y
sin dinero, y la viese a ella. Por alguna razón no mencionó que estaba casada.
Después, en los años de correspondencia, nunca envió una foto de su familia, ni
anunció el nacimiento de los tres hijos. Después de mil objeciones el señor
Borch aceptó. Se despidieron con un solemne apretón de manos. Tardó seis años
en comprarlo.
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