Ayer por la noche, mientras
leía las primeras páginas de la novela Una vida inesperada, de Soledad
Puértolas, sonó el teléfono. El tono de mi teléfono móvil es la cosa más
discreta que uno pueda imaginar, y por ello frecuentemente no lo oigo, pero he
elegido que fuera esa la llamada de atención al mundo precisamente por lo dulce
que es, y porque siempre me sitúa el alma en una frecuencia bella y
esperanzada.
El tono de mi teléfono es
mi propia voz recitando los versos de uno de mis poetas favoritos, el gran
Antonio, Antonio Machado. Y me avisa, con intimidad y misterio…
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón…
etc…
y en ese sosiego de las
palabras de Antonio, en esas alusiones al corazón, al agua creativa y a la
hilazón de vigilia y sueño, cojo el teléfono.
Del otro lado estaba mi
amiga, y también gran poeta, Júlia Bel. Su voz estaba muy afectada, quebrada y
con lágrimas. Me dijo que acababa de enterarse que Isabel Núñez había muerto.
Júlia y yo, además de ser
amigas, colegas en el oficio de la escritura y socias de una compañía de
teatro, fuimos durante años vecinas. Un año, creo que fue en 2009, nos llamó la
atención un curso que se celebraba en el CCCB y que bajo el título de “las
Olvidadas” dictaban Lydia Oliva e Isabel Núñez. Cinco sesiones donde
hablaríamos y conoceríamos a cinco fotógrafas y cinco escritoras injustamente
olvidadas o desdibujadas por la historia a pesar de la calidad de su obra. El
planteamiento del curso nos gustó y nos apuntamos. Y no nos arrepentimos, todo
lo contrario, fue un verdadero placer y un descubrimiento muchos de aquellos
nombres. Creo que de las cinco escritoras a quien más asiduamente he leído
después del curso fueron a Natalia Ginzburg, Dorothy Parker y Jean Rhys, de
quien hasta la fecha sólo había leído la incomparable Ancho mar de los sargazos, pero de quien después me afané en buscar
toda su obra publicada ya fuese en librerías o bibliotecas. Me acuerdo que me
compré un cuaderno para el curso, de cómo yo llamaba a la puerta de Júlia o
ella a la mía y nos íbamos caminando tan contentas a aquellas conferencias.
Tanto Isabel como Lydia eran muy buenas comunicadoras, muy apasionadas.
Una tarde noche, después de
una de las sesiones, nos fuimos a tomar una copa con ellas. No me acuerdo muy
bien como discurrió la charla para que acabáramos hablando de su experiencia y
acercamiento a la guerra de los Balcanes reflejada en el libro Si un
árbol cae. En estos meses, a punto de editar mi texto teatreal laSal,
que se enmarca en ese contexto, y de que se estrene el montaje en el teatro de
La Caldera, pensé en Isabel. Para acompañar a la presentación del libro y al
estreno queríamos organizar también una mesa redonda con distintos puntos de
vista sobre el conflicto. Pensamos en el perfil de historiadores, de
corresponsales de guerra, sobre todo fotógrafos, antropólogos, y en seguida yo
propuse a Isabel, porque si bien su experiencia no había sido directamente
durante los años del conflicto había ido a visitar los rescoldos, y me parecía
que tenía una sensibilidad y una cultura perfectas para lo que queríamos
tratar.
Así que me puse en contacto
con ella y, muy amablemente, me contestó que estaba dispuesta a participar. Por
su correo me enteré de que estaba con problemas de salud y pendiente de una
operación. Para las fechas de la mesa ya creía poder encontrarse totalmente
recuperada, aunque no lo podía asegurar. Nunca imaginé que una mujer tan joven,
tan hermosa y en la que bullía un interés tan vital y palpable por tantas
cosas, pudiese dejar de recuperarse.
De hecho, la última vez que
la había visto fue precisamente en la presentación de su libro Sin razones del olvido, que era una
versión de las conferencias aquellas a las que habíamos asistido en el CCCB. Y
la vi, como en aquellas sesiones, dulce y fuerte, con aquella determinación que
contrastaba con sus rasgos delicados. Me acuerdo que nos contó, ya terminada la
presentación, mientras me firmaba el libro, que estaba empeñada en que editasen
a Maeve Brennan, una de aquellas olvidadas, mujer que había sufrido
especialmente. Y también recuerdo que a las pocas semanas, hablando con Júlia
por teléfono, mientras cruzaba la meridiana, me dijo que se había encontrado
con Isabel y que al fin había conseguido que una editorial se comprometiese con
la obra de Brennan.
Y esto es una de las cosas
que me atraía de Isabel, su generosidad. No sólo labraba una obra propia,
también defendía la de una genealogía de escritoras a las que sin duda se
sentía afín, familiar. Y quizás sea esa pasión que había en su voz cuando
hablaba de otras escritoras la que me hizo sentir que en ese discurso se
transparentaban también verdades íntimas de la propia Isabel. Y por eso siempre
pienso en ella ligada a dos adjetivos: bella y valiente.
He estado leyendo las
últimas entradas de uno de sus blog, Crucigrama, que recomiendo. Y creo
que no me equivoco en esos adjetivos, aunque yo no tuviera una relación
estrecha con ella. Pero sólo quería hablar un poco de Isabel, darle las
gracias, dejar esta pincelada aquí. En mi interior siento mucho respeto por las
personas que han dejado algo bueno en mi vida y que me han enseñado o dado luz
en algún aspecto. Y además del respeto, quiero expresar también la admiración
por alguien que toma su vocación y se compromete con ella. Isabel me transmitía
esa fuerza, esas ganas de ser coherente con lo que uno es.
Sé que compartíamos también
una querencia: las nubes. En Crucigrama aparecen algunas de esas
fotos como ventanas que se abren a la entrada escrita. Yo también fotografío
nubes desde los ventanales de casa, que dan al este y que ofrecen amaneceres y
crepúsculos dramáticos, atardeceres de agua y tantos paisajes de este cielo
mediterráneo. Creo que pastora de nubes habría sido otro oficio adecuado a sus
ojos azules.
Así que aún sorprendida por
tu partida -¡qué extraño se me hace!-, nuevamente gracias, Isabel.
Y me quedo pensando en
quién cuidará de Rufus, el gato que se pasea por esas últimas entradas,
escribiendo con su paso una palabra sin definición en este extraño crucigrama
de la vida.
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