Hace unas semanas Rubén me pasó un libro que le
había emocionado y me recomendó con vehemencia que lo leyera. Ese precioso
libro se titula La revolución de una
brizna de paja, y está escrito por Masanobu Fukuoka, al que supongo se le
debe de considerar uno de los primeros padres de la permacultura.
El libro, que básicamente habla de la agricultura
entendida como una cooperación con la naturaleza en vez de una imposición sobre
la naturaleza, también despierta en mí emociones muy complejas. Por ejemplo,
que en este libro editado por primera vez en 1975 ya se diera una visión tan
acertada de nuestra dependencia innecesaria del petróleo y las nefastas
consecuencias a distintos niveles que eso comportará, de la perversión de una
agricultura industrializada que sólo está trabajando para el hambre y el
empobrecimiento de nuestro suelo (nuestra madre, nuestra base), y de las
soluciones que este hombre ha encontrado simplemente atreviéndose a pensar por
sí mismo, a obrar y experimentar por sí mismo, y cómo los resultados de dichas
investigaciones los pone al servicio de estudiantes, jóvenes, agricultores,
políticos, extranjeros, etc, y que yo esté leyendo toda esta fuente de
conocimiento, salud y esperanza en 2012 y casi por casualidad… me da una pena y
una rabia mordientes. Han pasado 37 años desde la divulgación de este
conocimiento, casi mi vida hasta ahora, y me apena y enfada que los que recojan
el testigo de las propuestas del señor Fukuoka sean grupos, colectivos o
individuos que viven y trabajan de forma alternativa. El sistema, que ha sabido
imponerse en todo el globo, y que se asienta en la enfermedad y en el
crecimiento de esa enfermedad hasta la extinción, rechaza las voces que traen
la cura. Prefiere sus falsos paradigmas avalados “científicamente”; los
prefiere porque generan miedo, sumisión e ignorancia.
Me pregunto cómo todos los ministerios de
agricultura y de desarrollo no han tomado en consideración la permacultura, las
experiencias y evidencias del señor Fukuoka y de tantos otros pioneros que he
ido descubriendo, poco a poco, gracias a la curiosidad de Rubén y a Internet.
Me pregunto cómo en la escuela se nos hablaba de la tierra. Me acuerdo de las
clases abstractas de geología, las de geografía, en sociales cuando
estudiábamos los diferentes sistemas de cultivos, en botánica, donde ni
siquiera hicimos el famoso experimento del guisante, ni plantamos una mísera
semilla, ni vimos o tocamos una planta más allá de la ilustración del libro de
texto. Pedazos inconexos. La tierra, algo amorfo, que se explota, que se
conquista, que fue una diosa para las culturas primitivas, ya superadas, que es
un problema, que tiene un precio, que sirve para ocultar los muertos, las
basuras, los residuos nucleares y todo aquello que es incómodo de ver.
Supongo que los niños, en el colegio, tienen hoy
otra relación, básicamente centrada bajo el título de “ecología”. Mi hermana me
dice que mis sobrinos son muy conscientes de la necesidad de reciclar y que le
llaman la atención sobre ello. Sin embargo me temo que debe existir el mismo
vacío que entonces. La Tierra sigue siendo un concepto, y sigue siendo algo
temible, impredecible, su fragilidad es amenazante. Ahora la asignatura se
llama “conocimiento del medio”, “cono” entre los críos. Pero para nuestro
sistema el conocimiento es la imposición incuestionable y examinable de
creencias pre-establecidas, sin dejar verdadero espacio entre el que quiere
conocer y la materia de su conocimiento. Seguimos siendo loros amaestrados.
Hasta nuestro sentido de la belleza está empobrecido
por la masacre que se ceba cada día sobre nosotros y que sólo nos permite la
estética. Es bonito tener un jardín o que la montaña esté aseada para cuando
vamos a dar un paseíto. Pero en realidad, ¿cómo sentimos la Tierra, cómo nos
comprometemos con ella?
A partir de la lectura de La revolución de una brizna de paja, Rubén guarda todas las
semillas que vamos generando o que encuentra a lo largo de la semana: la de los
pimientos, de la fruta, de los árboles que encuentra en sus paseos… Y en el fin
de semana, en nuestros paseos por la montaña siembra esas semillas, les da una
oportunidad para ser y a la tierra, a los espacios baldíos, a la inmensa
capacidad de regeneración y fertilidad que nos sostiene, una oportunidad para
perpetuar la vida. Y para el perdón. Y lo admiro por esa acción-oración, por
llevar ese silencioso amor, respeto y gratitud a un acto genuino, de corazón,
que se repite todos los días. Eso es para mí tener fe y tener presencia.
También en casa hemos plantado semillas de rabanitos
y de rúcula. Ya han empezado a salir los brotes. Esos tiernos tallos tienen
para mí una fuerza inmensa, me ayudan a saber que siempre el mundo puede volver
a comenzar. Igual que cuando escribo en la hoja del cuaderno algunas palabras
amargas, cansadas, hartas de mí y de esta realidad tirana, pero cuando vuelvo
la página, tan nueva, tan intocada, me viene un silencio, ¿qué es lo que quiero
plantar en esta hoja? Hay multitud de gestos en el día a día que me recuerdan
que siempre puedo volver a elegir, que puedo volver a empezar.
Una de las cosas más gratas que me ha dejado el
libro del señor Fukuoka es la confianza en el gran poder regenerativo de la
Tierra. También un sentido de la humildad, de la observación y de la
responsabilidad mucho más profundos y sustentadores.
Muchas gracias, pues, a Masanobu, a Rubén y a tantos
hombres buenos.
UN JUEGO.
A mis alumnos de escritura les propongo hacer un
diccionario personal (yo ahora te pregunto qué sugiere este concepto para ti).
Una de las categorías que propongo aquí es el de las palabras-semillas. Cada
día, sembrar en el cuaderno unas cuantas palabras-semilla. Ojalá germinen y nos
den buena cosecha.
Palabras-Semilla: rojo, lluvia, garganta, torrentera, pulso, abrazo, ventolera, ancho,
madrugada, ventana, echarpe, olor a recién despierto, isla, azul de verano,
techumbre, lumbre, silencio…
UNA CITA INSPIRADORA.
Don Juan se acuclilló
frente a nosotros: Acarició el suelo con gentileza.
-Ésta es la predilección
de los guerreros –dijo-. Esta tierra, este mundo. Para un guerrero no puede
haber un amor más grande. (…) Solamente si uno ama a esta tierra con pasión
inflexible puede uno librarse de la tristeza. Un guerrero siempre está alegre
porque su amor es inalterable y su ser amado, la tierra, lo abraza y le regala
cosas inconcebibles. La tristeza pertenece sólo a esos que odian al mismo ser
que les da asilo. (…) Este ser hermoso, que está vivo hasta en sus últimos
resquicios y comprende cada sentimiento, me dio cariño, me curó de mis dolores
y, finalmente, cuando entendí todo mi cariño por él, me enseñó lo que es la
libertad.
Relatos de Poder.
Carlos Castaneda.
Gracias por la invitación, me pasaré por vuestra página.
ResponderEliminarLa tierra es el palimpsesto de todas las utopías que sueñan en la perfección de uno, aunque lamentablemente en la forma de una semilla estéril. Sólo algunos cumplen el milagro de la tierra cuando desafían la profecía de lo imposible. Eva, tus palabras germinan hoy de ese palimpsesto. Gracias por brindar conocimiento y sembrar nuevas ideas que sí tienen fertilidad.
ResponderEliminarVientreCompartido
queridos vientre compartido,
Eliminarde casualidad encuentro este comentario vuestro y como siempre es un placer saber de vosotros. el libro de Fukuoka sigue alimentando nuestra consciencia y nuestros paseos con semillas en los bolsillos.
que vuestro talento siga dándonos alegrías.
eva