oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

jueves, 7 de julio de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ antes de volver al hogar

Miriam volvió a la casa. Llamó tres veces, con suaves toques en la puerta pintada de color teja. Mientras esperaba se miraba los dedos libres en las sandalias, las uñas pintadas de color chocolate, movía todos aquellos tentáculos tan lejanos como si fuesen capaces de tocar la pianola. De pronto la puerta se abrió. La cara de su madre en la penumbra, con una pregunta en los ojos.

-Me he dejado los melocotones en tu frigorífico.

         Desde hacía años la vecina de al lado, María, les traía barcas de fruta  y verdura de los bancales de su pueblo. Emma hacía la repartición entre sus hijos. Había guardado dos kilos de melocotón amarillo para Miriam. Así que ella había venido a la casa y se habían pasado dos horas charlando y comiendo natillas y después bebiendo una copita de champán tan ricamente. A la hora de las despedidas, como tantas veces, su hija se volvía sin la embajada.

-Por lo menos te has dado cuenta ahora y no en el metro.

         La cocina estaba silenciosa. La sombra de la morera y del parral entraba pesada, cada vez más densa, y ponía una paz apagada sobre cada cosa. Sólo se atrevía a relucir una tetera de cobre a la que aún llegaba un rayo del sol de la tarde.

-¿No tienes que poner una lavadora?

         Emma miró sorprendida a su hija. El cesto de mimbre siempre estaba a rebosar. Ahora que se habían quedado su marido y ella solos, sin embargo, las faenas no disminuían. Los nietos que había que cuidar y que tenían su propia ropita en los armarios que fueron de sus padres, los hijos pródigos que volvían intempestivamente-su matrimonio roto o con problemas en el piso de alquiler-, la tía Amelia a la que se le había roto su vieja lavadora.

- Siempre hay algo por lavar.

         Miriam se sentó en la mesa. Hizo crujir la bolsa de plástico y sacó un melocotón. Lo acarició pacientemente.

- ¿Y tú, no quieres meter algo?

         Emma, doblada, metía en el tambor de la lavadora camisetas, toallas, ropa interior, calcetines, bermudas. Luego puso en la cajeta los polvos de detergente y el suavizante de color azul.

- Me gustaría meterme entera, pero sólo voy a mirar.

         Desde pequeña a Miriam le gustaba mirar la lavadora mientras hacía su programa. Se concentraba en el ojo de buey y en las vueltas que hacían girar y girar los colores de la ropa. Decía que el sonido la tranquilizaba.

- Es como una nana.

         Peló su melocotón y se lo comió a mordiscos pequeños. El jugo le resbalaba por las muñecas y los antebrazos. En la puerta de la lavadora se veía espuma girando y girando. Estaba sola. Oyó a su madre que empezaba a regar las plantas en el patio. Los pájaros de la tarde hacían su conferencia. El ruido monótono marcaba el compás. La tetera había dejado de brillar y era una sombra más en el humo de las estanterías. Miriam pensó que le gustaría saber pintar el tiempo para detenerlo. Pero el tiempo, hasta en una pintura, no se detiene. El tiempo lo roza todo, lo suda. Y por eso había que lavar tanta ropa, aunque no estuviera realmente sucia.

- ¡Gol!

         Unas cuantas voces, excitadas, se oían retumbando en la calle. Después un petardo y una bocineta. Miriam tiró la peladura a la basura. Cogió la bolsa y se acercó a la puerta que daba al patio.

- Adiós mamá, gracias.

         Su madre le saludó con la mano mientras el chorro de agua de la manguera daba de beber a la buganvilla. Miriam sonrió con cariño al perfil de su madre, esa mujer que aún tenía las manos bellas. De pequeña, cuando volvía de la fábrica, ella se empeñaba en extender la crema por sus manos agrietadas. Era una crema que llevaba un nombre pomposo, como de otro siglo, y estaba hecha con pétalos de rosa. De pronto el olor le vino, a la manera de una caricia gatuna, silenciosa.

         Miriam cerró la puerta. Le esperaba un viaje largo en el metro. Llevaba un libro empezado y algunos pensamientos nuevos.