oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

jueves, 26 de mayo de 2011

Con Yul en el lago

Yul mide casi dos metros, tiene la piel del color de una noche pantera, aterciopelada y moteada de diminutas estrellas. Parece mentira que  una superficie tan oscura pueda brillar así, emanar esa luz. Yul es luz negra.

Ha venido al lago, con nosotros, no sabíamos que hacer para que cupiera en el coche, para que se sintiera cómodo. Él sonríe, dice que prefiere ir en la parte de atrás, a mi lado. Durante el viaje me aprieta la mano, no fuerte, parece saber cuál es el tacto exacto para cada cosa. Llevamos las ventanillas abiertas y el bosque pasa rápido por las orillas, melenas enramadas y desesperadamente verdes, trinos de pájaros en fiesta, olores a humedad y a jara.

En la cocina me ayuda con la comida, no le importa el olor fuerte del pescado. Miramos a las niñas correr fuera, alrededor del gran álamo blanco. Ellas llevan aquí toda la semana, van descalzas, han tomado la medida del silencio del paraje como una oportunidad para expandir sus jóvenes voces, gritan, yerguen la voz como un surtidor que quisiera tocar el cielo. Me disculpo ante Yul. Para él no es molesto, dice que su madre también hablaba así, hacía retumbar la casa, hasta los cimientos. Entonces me habla de su infancia pobre y dura en el barrio negro de la ciudad. Cemento y solo cemento, voces superpuestas a voces, incomprensión aplastando a la incomprensión. Pero no se pone triste al hablar de eso. Sigue cortando con delicadeza finísimas rodajas de un pepinillo, -¿cómo puede hacerlo? Me pregunto, el pepinillo es bastante más pequeño que su propio meñique-.

Cuando después pienso que todos están descansando me acerco a la orilla del lago, voy con mi pequeño balancín a cuestas. De pronto siento una voz a mi espalda que se ofrece a ayudarme con el peso. No lo había sentido a mi espalda, camina con el sigilo de un animal en la selva. Veo que en las manos lleva su trompeta. No me atrevo a pedirle que toque. La tarde se está posando suavemente sobre el lago. Hay pequeñas olas, y entre las junqueras vemos posarse una bandada de garzas que están descansando en su viaje migratorio. Yo le hablo entonces de mi exilio. Tampoco me siento triste al hablarle de eso. Hasta soy feliz contándole mi paseo favorito, de mano de mi abuela, por mi ciudad natal. Él también parece feliz de pasear por esas calles desconocidas junto a nosotras y, a la vez, de estar aquí, a mi lado, recibiendo el crepúsculo.

Me dice, vamos a hacer algo juntos, y levanta la trompeta. El sol la vuelve un cuerno de oro. Es mi unicornio negro con su cuerno de oro.

Me incita, dime una frase y yo la toco. Nos miramos a los ojos, pero yo enseguida desvío la mirada hacia las garzas que por fin han levantado el vuelo.

Y digo,
Eran de nata y eran de humo y eran de cielo y de primavera
eran de vuelo y eran de nube eran de atardecer y de promesa

y él toca una frase blanda, ascendente y liviana, con pequeños trinos, con ráfagas de aire sin sonido, con notas que se posan, como pompas irisadas
sin romperse

Y yo digo
Yul es mi unicornio y yo soy su dama

Y él levanta la trompeta y la llena de soles, como un vítore, pero suave y secreto

Y yo digo
Si camino la tierra la tierra me camina.
Yo soy su mapa, su única montaña y su desierto
la tierra se pierde en mí, y cuando se cansa en mí, la entierro
entera
entre mis costillas.
Yo soy su madre y ella es mi madre

Y él toca una frase espiral, que no puede acabar y que queda en puntos suspensivos…

…y así estamos, ya es de noche, y seguimos conversando.

martes, 24 de mayo de 2011

Sorprendida

La mesa sobre la que escribo es de cristal. Tiene un diseño japonés, entre el negro y la transparencia se dibujan flores, pájaros, escarabajos mariposas, lunares, ramas sinuosas y sus hojas… parece que la crearon especialmente para mí. Como dijo una amiga al verla, es muy coralina.

Todas las cosas que hay encima de la mesa tienen un reflejo en la mesa de cristal, como si estuvieran apoyadas sobre el agua. También mi cara. Se refleja desde una perspectiva extraña, un contrapicado en el que me veo los ojos un poco hundidos. Desde este lado es una Peregrina cabeza abajo.

El caso es que estos días estoy pensando en esta mujer, la que aparentemente vive cabeza arriba, como si fuese alguien un poco desconocido. La miro levantarse y como canta mientras prepara su cafetera. Hoy ha bajado al mercado temprano, el suelo entre las pescaderías estaba regado, todavía los reponedores iban de un lado a otro con sus carretillas cargadas de albaricoques, bacalao salado, salmones entre hielo picado…, en los mostradores las tenderas se afanaban colocando la mercancía, preparando encargos, quizás. Esa mujer hacía sus compras, tranquila, la ha sorprendido que la llamasen señora, y en dos ocasiones tenía el dinero exacto de la compra, con el pico en céntimos y todo.

Luego la sigo, con su falda amarilla, regando las plantas, parece que les dice cosas, toca los pétalos, se ha quedado distraída mirando a la calle. ¿Espera a alguien? Tiene varios libros abiertos, lee cosas muy interesantes, desde luego parece entusiasmada por sus lecturas, ahora mira un libro de fotografías de Alberto García- Alix, se nota que ya lo ha mirado otras veces, no sé a dónde asomarme, si a las imágenes que mira o a la imagen que ella misma genera, de espaldas a la ventana, sentada tan quieta, tan concentrada. ¿Qué piensa, qué siente mientras mira esas fotografías? ¿Reconoce a alguien de los que allí posan, reconoce la isla (las fotografías son de Formentera, una isla que ella también adora) a través de esa mirada parcial, emocional, anímica del poeta-fotógrafo, reconoce en la mirada del poeta-fotógrafo algo de su propia mirada, algo de sí misma en la vida de los otros?

Esa mujer empieza a interesarme realmente. Encuentro que sus días pasan muy curiosamente. Ayer, por ejemplo, se echó una larga siesta. Dicho así parece sencillo, y es, sí, sencillo. Pero yo lo encontré apasionante, ese gesto, de repente, virar el rumbo del día y dejarse entre sábanas blancas, cerraba los ojos, sé que soñó. Aparentemente no sucedía nada, sólo dormía. Pero ¿de qué fatiga venía para ir hacia ese sueño, o qué anhelo, o qué placer buscaba allí? Dormía pero vivía intensamente. Y su vida me sorprende.

Creo que no sabe distinguir si está cabeza arriba o cabeza abajo, si la pienso o me piensa, si vive y me hace vivir. Por primera vez la siento de esta manera, como si me dejara ser consciente de ese proceso de imaginación que es vivir cada minuto, como si me revelase que ella también está desplegando ese misterio que la fascina tanto, ese misterio inaprensible que es lo que todo escritor pretende atrapar, o sugerir, o apenas señalar –es tan frágil el misterio- cuando escribe. Es maravilloso que alguien con quien has vivido tantos años te siga sorprendiendo así.

viernes, 20 de mayo de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ otra vez domingo

Hacía una semana que Rosalía había regresado de su viaje. Volvía a ser domingo, un día caliente y espeso. Era todavía temprano y en el parque no paseba casi nadie. Las pelusas de los chopos caían semejando una nieve vegetal, todo el suelo estaba blando y como leproso. Miriam y Darío bajaban por la cuestecita, recién desayunados. Iban cantando una canción. Darío se emocionó con las pelusas, intentaba cogerlas, corría de un lado al otro. Había pedido que le pusieran su camiseta favorita, a rayas azules y verdes, y estaba muy contento. El teléfono móvil de Miriam empezó a silbar una cancioncilla de ragtime, miró en la pantalla y vio que era su hermana pequeña. Le sorprendió que estuviera “operativa” a esas horas, por lo general Rosalía era de larguísimos despertares.
        
- Hola guapa, buenos días.
- En realidad no muy buenos, tengo un problema. Me echan de casa.
- ¿Quién?
- Mis compañeros de piso.
- ¿Por qué?
- Es largo y tendido. Y además tengo que irme, no quiero quedarme ni un minuto más aquí. Estoy recogiendo mis cosas. ¿Puedes venir a buscarme?
- Pero ¿a dónde vas a ir?
- Si no puedes no te preocupes.
- ¿Estás segura de que quieres irte, no vas a pelear? El piso lo encontraste tú.
- Me importa un huevo. En tres horas lo tengo todo recogido.
- Iré con Gregory.
- Preferiría que vinieses tú sola. ¿Vais a ir a comer donde los papás?
- Los papás se han ido de excursión.
- Mejor.


Acordaron que Rosalía la volvería a llamar media hora antes de estar lista. Miriam vio la pequeña figura de su hijo, exultante de placer, los brazos alzados, la risa como el trino de un pajarito locuaz, corría, botaba, cada vez más pequeño, en fuga por la ribera de los chopos. Quiso gritarle que no se alejara tanto, pero no encontró las fuerzas o las palabras. Se le atropellaron algunos pensamientos, como que para el traslado quizás sería mejor pedirle a su marido la furgoneta del trabajo, aunque eso implicaba ir hasta el garaje en el centro, claro que si la acompañaban en coche hasta allí podrían tomarse los tres juntos una de esas copas de helado que tanto le gustaban a Darío. Y se vio a los tres, alrededor de la redonda mesa de mármol rosada, con la enorme copa y las tres cucharillas, las bocas sucias de chocolate, fresa y nata, Darío de rodillas en la silla, Gregory quitándoles el helado de sus cucharillas y ellos dos protestando con grandes gritos, a pesar de las miradas desaprobatorias de los clientes. Así educan al niño, seguro que era el comentario más popular entre las viejas cotorras que iban a tomarse su horchata después de misa. De pronto vio el puntito luminoso de Darío corriendo hacia ella, le abrió los brazos. Traía las manos llenas de pelusa. Las dejaron como un nidito sobre una piedra plana. Por si los pájaros, dijo Darío.




         Hacía una semana que su hija Rosalía había regresado de viaje. Y hacía trece días que su hijo Marcos se había separado de su mujer y dormía en el sofá del salón. Su esposa le había preparado su habitación de niño, sábanas limpias, un florero con flores frescas, claveles blancos de los del patio, esos pequeños detalles que ella cuidaba sin poner peso en ellos. Pero por alguna razón Marcos insistía en que ese mismo día se marcharía, ya vería dónde, a una pensión, a casa de unos amigos, que no merecía la pena deshacer la mochila, entrar en aquellas sábanas frescas. Y luego, invariablemente, se hacía la noche. Cenaba con ellos y después se quedaba mirando la televisión, le daban las buenas noches, y él poco a poco se inclinaba, vencido por la modorra, hasta que finalmente se estiraba y mal dormía. Su mujer le insistía en que no había que hablar en serio con él. Déjalo, le decía, deja que se sienta cómodo y libre de hacer lo que quiera.

         Hacía una semana que Rosalía desplegó todos aquellos paquetes envueltos en papel de regalo. Las risas, las preguntas, las anécdotas del viaje. Desde entonces no se habían vuelto a reunir todos juntos. Hoy volvía a ser domingo y el cielo brillaba sin una sola nube. Marcos dijo que ese día lo pasaría con su hija pequeña,
- Quiero llevarle a comer fuera, luego iremos a ver el circo.

Esteban entonces convenció a su mujer de que dijesen a todos que el domingo se iban de excursión.
- ¿Pero a dónde quieres que vayamos? –Preguntó ella.
- No, si lo que quiero es quedarme en casa, pero no tengo ganas de que se aparezcan. Últimamente no hacen más que auto invitarse. Me gustaría pasar el domingo en casa, a solas contigo.
- Y con Rita. –Puntualizó ella.
- ¡Ah, sí! Rita…

También hacía trece días, trece noches para ser más justos, que su mujer había encontrado a aquella perra en la calle. En el teléfono grabado en la chapa no contestaba nadie.

Emma trasteaba en la cocina. Él había salido al patio, con un libro de viajes de Paul Bowles, Cabezas verdes, manos azules. A diferencia de sus hijos Esteban era un viajero de asiento. Nunca había necesitado ir a países lejanos. Todos los años se iba solo a la pequeña casa que heredó en los montes de Palencia. Los demás compraban billetes y mapas y reservaban hoteles y le preguntaban cosas, que les recomendase lecturas porque, sorprendentemente era un gran conocedor de literatura de viajes. Abrió el libro por la marca que había puesto, un sobre de azúcar robado en algún bar. Leyó el título del capítulo que le tocaba iniciar, No hay que ser demasiado musulmán. Después le vino Marcos a la cabeza y ya no pudo leer nada. El libro le sirvió como una especie de escudo para adentrarse en su pensamiento. Lo que más le apenaba era en qué medida él, como padre, había contribuido en los fracasos de su hijo. “Y tu estirpe será maldita hasta nueve generaciones”. Aquellas terribles palabras de la Biblia se le habían quedado dolorosamente marcadas desde niño. Su mujer asomó la cabeza por la ventana de la cocina y lo llamó. Él dio un respingo y salió otra vez a la página escrita, a la luz del sol sobre aquellas palabras detenidas, No hay que ser demasiado…



         - Hoy hace una semana que volvió Rosalía. Parecía contenta.

         Emma y Esteban hablaban en susurros, ella en el hueco del brazo de él, los dos tendidos en la cama, desnudos, acababan de hacer el amor. El aire del mediodía entraba cargado de perfume de rosas y movía con suavidad los visillos. Habían echado un poco la persiana para que la habitación se mantuviese en penumbra. A Emma le gustaba pensar que era una habitación de hotel, siempre desconocida, y a Esteban le reconfortaba saber que era su territorio, un pequeño cuadrado de espacio cerrado e inmutable.

         - ¿No crees que les está pasando algo a nuestros hijos? Últimamente vienen mucho por aquí.
         - No sé, como siempre. – Y Emma se encogió levemente de hombros y después acarició el ancho pecho de su hombre, enredándose en el vello.
         - Como siempre no. Yo los veo… raros, como sin norte.
         - ¿No será que me quieres sólo para ti, viejo verde? –Rió ella.

         Él aprovechó para besarla, reirla, lamerla, volcarse encima de ella, buscar el olor de su garganta y sus pechos cuando, de repente, sintieron el débil chirrido de la puerta del patio y unas voces. Se quedaron helados. En ráfagas, junto al vahído de las rosas, les llegaba la clara voz de Miriam y la apagada y hundida de Rosalía. Se levantaron y espiaron por la ventana. Rosalía se sentaba al lado de la fuente y se mojaba la cara. Su hermana se sentó al lado y le acarició la larga melena. Los padres, desnudos, agachados, asomaban apenas la nariz. Se miraron confusos, les parecía que el espionaje era la única opción posible.

         - ¿Y si bajamos a la cocina? Se oirá mejor. – Dijo Esteban
         - A la cocina seguro que acaban entrando. Pero aquí no se atreverán.

         En ese momento Rita entró en el dormitorio meneando la cola. La hicieron cómplice con muchos shhhhh y otros gestos pintorescos, luego cerraron la puerta. Esteban puso las almohadas en el suelo para estar más cómodos. Emma sirvió dos copas de champaña de la botella que había subido. Qué cosas tan raras tiene la vida, suspiró.



miércoles, 18 de mayo de 2011

entre las cosas del día

Mediada va la mañana. Puse a cocer unos huevos.
Desayuné junto a las plantas. Fregué cacharros. Hice
tareas de escritorio, pausadamente.

Placer de estar en casa. Habitando el silencio. Habitando los cuadernos.
Pensé en mi testamento.

El viento hace que esta casa sea casi
proa de barco,

y este cielo, tan mar, con sus ángeles y sus tempestades


un golpe de tiempo. Muy suavemente vino la Poesía, con pies descalzos,
se sentó en el umbral de mi corazón puerta,
y estoy contenta

lunes, 16 de mayo de 2011

LAS CARTAS FRANCESAS_ del Vizconde Verdemar a Peregrina

Querida Peregrina,

Aunque el fresco correo de la mañana trajo su carta junto al desayuno y las flores recién cortadas, la tuve a buen recaudo en el bolsillo interior de mi chaqueta hasta la noche. Una vez que Louise ya estaba dormida, entregada a transitar los bellos laberintos de sus sueños, me levanté, me vestí (pues me hubiera dado mucho pudor leer su carta desnudo) y me situé junto a la claridad de la ventana. Para ayudar a la luna creciente encendí una vela. Todo muy romántico como puede comprobar. Sentí una extraña emoción al rasgar el sobre (¿por qué sus sobres tienen ese color marfil que hacen sentir que vienen de expediciones lejanas?) A las pocas líneas de tan deliciosa lectura decidí que era una descortesía dejarla beber sola, así que fui a las cocinas de la posada.

Después de revolver en las alacenas y armarios di con una puertecita, detrás de la puertecita con unas escaleras de piedra, inquietantes…Una triste bombilla de esas que se encienden con un cordón me dio algo de perspectiva sobre el agujero que se abría a mis pies. Me armé de valor y bajé.  Afortunadamente solo se trataba de la bodega, y si había algún cadáver o fantasma no me lo encontré. Lo que sí pude comprobar es que la dueña de la posada, la mujer del rostro azul, tiene un excelente gusto para los vinos. Algunas etiquetas me sorprendieron gratamente. No recuerdo que la camarera mencione en sus melopeas, cuando canta la carta del día, estas gloriosas posibilidades. Aquí se come sabrosamente, pero en un estilo más bien casero, y el acompañamiento de alcoholes suele ser correcto, pero estos caldos tan cuidados, estas fantasías alcohólicas y delicatessen, deben de estar reservadas sólo para unos pocos. Me tomé la libertad de ser uno de ellos y me decidí por un blanco añejo con un punto de aguja. Siendo la cocina un lugar sumamente agradable, me senté en la gran mesa blanca, con una lámpara de vidrio esmerilado en rosa flotando como una medusa sobre mi cabeza.

Leyendo su carta sentí celos. Quizás es horrible decirlo así, crudamente, entre amigos. Disfrutaba cada palabra, viajaba tan nítidamente por esos años de su juventud, que empecé a sufrir. No sé cuál de aquellos dos hombres tuvo mejor fortuna, si el que compartía con usted el amor hecho cuerpo y noche, o aquel hombre del bar, que la tuvo en deseo y silencio. Parece que tuvo usted la dicha de vivir las dos caras de una misma y delicada moneda: la moneda, claro, es usted.
He de decirle, aunque resulte extraño de escuchar, que aquella noche en la cocina enorme y silenciosa, subí la escalera de los celos, y en el peldaño más alto, estaban, sencillos y dolientes, los celos por usted, por no ser usted. Creo que este es el grado de posesión más loco al que se puede llegar, no desear a alguien, o desear ser como alguien, sino desear ser ese alguien. He aquí el principio de la comunión. Confieso que lo que más me excita es la calidad de cómo vivía usted ese tiempo, a la deriva, un tiempo sin norte, por decirlo así. Creo que hay algo tan misteriosamente femenino en ese dejarse vivir así, casi como a merced de una corriente invisible, sin cabeza, sin propósito, sin sentido. Las mujeres, cuando están con nosotros, parecen muy dispuestas a querernos, a esperarnos, a atendernos. Pero hay que observarlas cuando están solas, sin moros a la vista. Su soledad es completamente distinta a la soledad de un hombre y, como su piel, intuyo que es más porosa y sensible, más gozosa y plena. A mí nunca me podría haber pasado su carta, los vacíos de su carta, esos largos ratos paseando las calles a través de los zapatos de otros. Es difícil explicar lo que quiero decir.

En cualquier caso he de contarle que estando en la segunda y concentrada lectura de su carta sentí como el movimiento de un gran felino cerca de mí. Levanté la vista y de pronto vi, mirándome fijamente, a la dueña de la posada. En contra de su costumbre llevaba el pelo suelto, una magnífica melena azabache mechada de blanco. Iba envuelta en una bata roja, de amplio ruedo y media cola, ceñida a la cintura. Nos quedamos lentos minutos observándonos en silencio. Luego pasaron cosas que debo contarle, pero no ahora, Louise ha despertado de su siesta y hemos contratado un velero para que nos lleve a ver la puesta de sol a alta mar.

Perdóneme si la tengo en ascuas unos días. Supongo que lo hago para que espere el correo con ansiedad y así piense en mí. No me riña por esta pequeña presunción, querida.

Su amigo

Vizconde Verdemar.

PD: No evite mis celos ni me proteja de mis bajas pasiones. Quiero seguir bebiendo vino blanco con usted.

viernes, 13 de mayo de 2011

en la cocina

Entre el variado de lecturas por el que voy atravesando mayo, me he desayunado con Kitchen, de Banana Yoshimoto. Un libro mariposa, insecto nocturno, que roza la tela oscura, húmeda y brillante de la historia de un duelo y un amor. Noto la insuficiencia de la traslación de una lengua a otra. El castellano y su poderosa estructura solar parece demasiado recio para la voz de esta autora, para las oquedades que se adivinan entre las palabras, para las continuas referencias a la cavidad del corazón. Esa lejanía, esa imprecisión que intuyo, todo eso que se escapa en la traducción, me obliga a un bonito estado de alerta como lectora. No sé por qué pero lo que en un principio parece una carencia, una lástima, lo estoy disfrutando. Casi como si me estuvieran enseñando por ausencia a hablar otro lenguaje, otra estructura de pensamiento y de sentimiento. Como poeta eso me ayuda a hacer crecer la herramienta de mi trabajo, el castellano. Es la herramienta donde me forjo, la que conozco y desconozco profundamente, paradójicamente. Es el templo a habitar, la selva a desbrozar, el camino que peregrino y me transforma. Por ello noto como ese ser que es la lengua se esponja escuchando las carencias de la traducción de Kitchen, como le crecen tentáculos, brotes elásticos, poros por donde absorber ese silencio dicho para hacerlo suyo.

Me hace gracia que para la protagonista de esta novela la cocina sea el lugar central de la casa y de la vida, el lugar donde mejor se siente en el mundo. Para mí la cocina siempre ha sido una especie de corazón, el lugar más creativo de la casa. Quizás porque de pequeña jugaba allí, sobre una alfombra de lana de varios colores (mi alfombra mágica, la que me llevaba más allá) mientras mi madre cocinaba. Todos esos olores, a veces agrestes, como cuando quemaba los pelos de las orejas de cerdo que echaba al cocido, a veces arquetípicos, como esa enorme olla de leche fresca (yo bajaba cada dos días con la lechera a la furgoneta de reparto) hirviendo e hirviendo el olor fuerte del establo, a veces carnales y profundos como el de los kilos de anchoa que abría y destripaba, a veces dulces de bizcochos y compotas de manzanas, ese mundo olfativo se mezcla, inextricablemente en mí, con el de la creación. Quizás por eso he entendido que para que el lector viaje contigo es necesario que los personajes se muevan en un mundo sensorial.

Yoshimoto menciona la comida,  su protagonista se inclina por estudiar cocina, al principio de manera autodidacta, ese esfuerzo por conectarse a una pasión. La comida calma el vacío, y el vacío es una amenaza real, germinal, que intenta echar brotes en la existencia de los dos jóvenes personajes. Su compatriota Hiromi Kawakami, autora de la magnífica El cielo es azul, la tierra blanca,  trae frecuentemente la comida a  colación como una especie de calendario, de lugar real de acercamiento entre los dos protagonistas. Y el único libro de Patricia Highsmith que he leído y que me sorprendió gratamente, Small G, un idilio de verano, estaba plagado de minuciosas descripciones de los diferentes menús con que sus personajes se reconfortaban. Capote, en sus libros sureños, El arpa de hierba y los tres cuentos autobiográficos de su infancia que adoro, no pierde la oportunidad de relatarnos la dieta típica de su familia e incluso la confección de varias tartas es el eje central de una narración. Mi madrina Karen Blixen hace de la comida una cuestión principal en su Out of África, más que por los alimentos en sí, por lo que la cocina culturalmente significa.

Pienso en la novela que estoy escribiendo y pienso que no he de descuidar la nutrición de mis personajes. Es una forma interesante de ver las cosas ¿de qué nos nutrimos? Y no sólo estoy pensando en comida, pero sí, también en ese sencillo y necesario gesto de tomar algo del otro, e incorporarlo, que forme parte de mi energía, para poder seguir.

Mi novio, mi amor, es muy sensible para los olores, y tengo que tener mucho cuidado cuando cocino, ventilar bien a través de la galería de la cocina, encender el extractor. Los olores fuertes, penetrantes, no suelen gustarle. Hoy, cociendo unos puerros, sentía su dulce olor invadiendo las habitaciones (me había dejado la puerta de la cocina abierta). Me he dado cuenta de lo segura que me hacía sentir, más que ese olor, ese oler, como de una manera intangible me hacía aposentarme en algo que no sé definir, algo que debe ser puramente emocional pero que es sólido y me propulsa hacia una percepción poética. Quizás por lo que conté de mi infancia las tareas de cocina y las de creación están indisolublemente ligadas en mí, y quizás por eso siempre he sentido que para vivir hay que mancharse las manos, que la vida es también sucia, y huele, y que eso está bien.

PD: Al día siguiente. Mientras tomo el café de la mañana no puedo evitar acabar Kitchen. Me conmueve hasta las lágrimas. De Banana había leído, hacía poco, Sueño Profundo, que recoge tres maravillosos e inquietantes relatos. Creo que he encontrado una buena amiga, una amiga del alma. Y ese es un motivo de alegría ¿verdad? La compañía de sus palabras, de sus mundos, su punto de vista en ocasiones tan empático con el mío, sus pensamientos, a veces tan diferentísimos del lugar por donde vira mi cabeza, todo eso se queda aquí, labrando una conversación despaciosa en mi corazón. Tengo ganas de ponerme flores rojas en el pelo.

lunes, 9 de mayo de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ el postre

Rosalía estaba sentada al sol, en el suelo, entre dos grandes macetas de lavanda. Tenía las piernas desnudas, morenas, estiradas sobre el cemento. Había arrancado algunas cabezas de las flores y se las frotaba contra la piel, rítmicamente, desde la parte exterior de los muslos hacia los tobillos y luego, otra vez hacia arriba, por la cara interior de las pantorrillas. El masaje alivió un poco el cansancio. Sentía el cuerpo entumecido después de tantas horas de avión. Se había recluido en aquel apartadero con el platillo del postre. Últimamente comía muy despacio. Ya habían decaído las conversaciones de la sobremesa y ella seguía con el segundo plato, masticando laboriosamente. Dio su bendición para que todos se fueran a echar la siesta. Su madre quería quedarse a hacerle compañía, que le contase cosas sobre el viaje, aunque claro, si contaba no comía y podía seguir con el guisado hasta la hora de la cena. Al final la dejaron sola en el fresco comedor. Un silencio dulce se posó sobre la casa. Devolvió lo que le quedaba en el plato a la cazuela, tomó un gran trozo de tarta de tiramisú y se fue a hacer la abeja reina, entre las flores del patio. Apoyó el plato sobre el regazo y empezó a comer con parsimonia, se diría que reflexionaba cada cucharada, concentrándose en el magisterio de las papilas gustativas, demorando cada bocado en un desleírse voluptuoso por toda la cavidad de la boca (incluso por las comisuras que ya le estaban dejando bigotitos y huellas de cacao) disfrutando del eco final de los sabores, lamiendo con devoción la cucharilla. Entretenida en esos gozos le sorprendió la música. Una guitarra española cantaba algo cercano, ese eterno deje de pena rasgada y de hora solitaria. No parecía obedecer a los límites de una canción determinada, más bien parecía que había arrancado a hablar un soliloquio eterno, que empezaba y se paraba a capricho, quizás porque las manos mediadoras tenían que ir a resolver otros asuntos.

Rosalía se encaramó al murete buscando el apoyo de varias piedras. Hacia la izquierda, en la esquina con el callejón sin salida, debajo de la gran morera, había un chaval tocando la guitarra. Por el bulto le pareció que no tendría más de quince años. No conseguía distinguir bien su cara, un tanto inclinada sobre el instrumento, pero estaba segura de que no era el hijo de nadie de por allí. Luego pensó que ya hacía un par de años que no vivía en casa de sus padres y que quizás había vecinos nuevos de los que nada sabía. Rosalía era, por lo común, poco comunicativa. Casi nunca tomaba la iniciativa en una conversación. Por eso se sorprendió a sí misma calzándose las sandalias y yendo, con lo que quedaba del tiramisú, a sentarse junto al chico. Avanzaba hacia él que seguía concentrado en las cuerdas del instrumento. Se dio cuenta de que no se había equivocado, era muy joven, puede que ni tuviese quince años. También se dio cuenta, pero vagamente, de que era increíblemente guapo. No le saludó. Simplemente se sentó a su lado, las piernas dobladas encima del banco, a la manera de los indios, y siguió comiendo el pastel, con el mismo lento deleite. Por un lado le parecía adecuado ofrecerle al muchacho, pero no quería que las palabras, las cortesías, interrumpieran la música. Así que el tiempo estaba hecho de azúcar cremosa y deliciosamente acentuada con café y cacao amargo y notas que olían a azahar y un animal vibrante que se desperezaba a su lado. En un momento cazó un generoso trozo de tarta con la cucharilla. Iba a llevárselo a los labios cuando sintió la poderosa mirada de él, así que giró la cabeza. El chico tenía dos vidas, la de las manos, ligera, y la de unos ojos profundos, oscuros y densos, que la miraban de una manera indescifrable pero en los que supo reconocer un toque de guasa. Era difícil sustraerse a esa mirada que desde luego no era la de un crío. El chico abrió la boca. El gesto era tan macho, tan abiertamente provocativo y a la vez tan entregado, tan deseante y expectante que ella le metió la cucharilla con el bocado. Fue algo terriblemente sexual. Y aún quedaba un poco de dulce en el plato. Pero Rosalía sintió un vértigo, una confusión tan honda como si la hubieran zarandeado en medio de un plácido sueño. Se levantó y se fue. El plato de postre se quedó allí, como una prenda o un olvido. Mientras caminaba hacia su casa la música seguía a su espalda y sintió como la escala de las notas se arqueaba en una pregunta, intensa, deliberadamente dura.

Abrió la portezuela del patio. Su hermano Marcos ya se había levantado de la siesta. Quizás ni la había dormido. Tenía grandes ojeras azules y un gesto cansado en la boca. Sabía que mientras ella estaba de viaje a él le habían sucedido muchas cosas. Pero venía tan turbada que esperó no tener que hablar de nada dramático o importante.
         -¿Hay café para mí? – dijo mientras se acercaba a la mesa, debajo de la gran parra.
         - Sí, he hecho la cafetera pequeña, pero no quiero repetir.

Ella fue a buscar una taza a la cocina.
         -¿A dónde has ido por la calle en bragas? – le preguntó Marcos.
         - ¿En bragas? – repitió ella, y se llevó la mano al trasero. Entonces se dio cuenta de que era verdad, no llevaba los pantalones cortos, por cierto, no tenía pantalones cortos, pero ¿dónde tenía la cabeza?- Pensaba que llevaba el biquini.- Mintió para quitarle importancia.
         - Tú eres muy pudorosa, nunca saldrías a la calle en biquini.- Observó su hermano.
         - ¿Has dormido la siesta? –se precipitó a cortar ella.
         - Me he distraído escuchando esa guitarra, toca bien.
         - Es un niño.
- ¿Un niño?

Los dos hablaban sin mirar al otro, cada uno concentrado en el fondo de su taza, dando vueltas y más vueltas con la cucharilla de plata a aquel líquido oscuro, fragante, que parecía centrifugar sus pensamientos hacia un lugar incierto, mientras que en la superficie seguían sus voces, las notas de la guitarra, la cascada del canto de los pájaros.
         -¿Un niño?- volvió a repetir Marcos.
         - Un crío. Lo he visto de lejos.

Se tomaron al fin el café. Pero seguían mirando el fondo de la taza, los posos, el charco sucio sobre la porcelana blanca. Luego Rosalía con una voz de hermana pequeña sorprendida preguntó,
         - ¿Por qué crees que damos vueltas al café si no le ponemos azúcar?

Y siguieron callados un rato más, compartiendo aquella isla de silencio, hasta que los demás despertaron.

viernes, 6 de mayo de 2011

un gato en el reflejo del cristal
lame un segundo de sol
deja un poso de sol
en tu memoria

martes, 3 de mayo de 2011

LAS CARTAS FRANCESAS_ de Peregrina al Vizconde Verdemar_

Mi querido Vizconde,

He salido a pasear con mi pequeño bolso de lunares. Es un bolso redondo, como una fruta, de asas cortas. Dentro llevo algunas cosas curiosas, entre ellas unas cuartillas en blanco y un sobre con sus señas. Ahora le escribo desde un pequeño bar, le invito a lo que quiera, yo tomaré una copa de vino blanco, frío, y ese canapé de bacalao crudo, gracias.

Me gustan las barras de los bares. Hace años viví en una pequeña ciudad portuaria, en Japón. No tenía mucho que hacer allí, era la amante de un hombre rico muy ocupado. Yo estudiaba el idioma, tomaba clases de cerámica, de caligrafía, de ikebana, y paseaba y paseaba. Un día descubrí un pequeño bar al que me aficioné. Estaba cerca del puerto, había que bajar unas escaleras para entrar y ya dentro las ventanas quedaban altas, de esas que se les dice medianeras, sólo se veían los pies de la gente yendo de un lado para otro. Por algún motivo disfrutaba sentándome en aquella barra y observando los zapatos infatigables. Como hacía frío pedía sake caliente y comida, tenían platos sabrosos, variados, caseros, muy extraños para mí, los pedía señalando con el dedo, sopas, aliños de algas, tajos de pescado crudo, todo lo probaba con el mayor de los entusiasmos a vece sin saber descifrar lo que era. Y mientras bebía mi jarrita de sake a sorbos espaciados meditaba sobre todos aquellos pies por encima de mi cabeza. Casi siempre a la misma hora pasaban unos zapatos lentos, de tacón cuadrado, blancos y anchos. Yo imaginaba a la señora que los llevaba puestos, a dónde iba, y por qué había adquirido ese paso tan lento, y también pensaba en qué le aguardaba a la hora de descalzarse, qué hogar, qué habitación donde descansar de su andadura por la vida tumultuosa de la calle. Todos aquellos pies me hacían pensar en los caminos invisibles que vamos trazando, paso a paso, y que constituyen el verdadero mapa de viaje de nuestra existencia. Llevaba conmigo un cuaderno, como llevo ahora este, allí hablaba mis cosas, porque no tenía a nadie más con quien hablar. Pero una tarde también empecé a dibujar. Dibujaba esos zapatos, los copiaba, y luego también los inventaba, nuevas formas para abrigar los pies. Compré una caja de colores, los pintaba, estampaba flores, los señalaba con una flecha y al lado indicaba el material con el que había que fabricarlos. Así inventé varios zapatos vegetales, recuerdo unos hechos de corteza, liquen y musgo. Supongo que cumplí la vieja fantasía de todo árbol, tener unas raíces móviles.

Había un hombre joven que también iba a esa cantina. Llegaba después que yo. Traía un maletín gigante, color ciruela. También bebía sake. No se sentaba en la barra, prefería ocupar una mesa, enfrente, debajo de las altas ventanas. Cuando yo me ensimismaba en el cuaderno él me miraba las piernas.

En aquel lugar me sentía como en casa. Me gustaba especialmente cuando llovía. Los zapatos entonces corrían, a pequeños saltos de pájaro los de las mujeres, era divertido, yo me reía, sola, creo que bebía bastante todas aquellas noches. Un día el hombre de la cartera color ciruela se sentó en la barra, a mi lado, y pidió la misma comida que yo. Me preguntó algo en inglés. Yo intenté contestarle en japonés, pero no había aprendido lo suficiente, creo que dije algo horrible. En cualquier caso descubrimos que nos gustaba más compartir el silencio. Es curioso como se puede llegar a recordar con tanta intensidad el silencio que has compartido con alguien.

Fueron unos meses extraños. No me encontraba mal allí. Me encantaban las clases, el barro, mancharme los dedos de tinta, los paseos inagotables, el mar del Japón, y aquel bar. Era una encrucijada rara, un balancín, lo mismo podía ir hacia un lugar que hacia otro. No tenía planes, no quería nada, y si quería no sabía el qué.

Los fines de semana se los dedicaba a mi amante. Me llevaba a los balnearios de la zona, a los refugios de la nieve alta, a las posadas donde habían pernoctado los maestros peregrinos de la vía del haikú. Eran viajes apasionados, recuerdo con precisión todos aquellos hoteles y albergues, sus farolillos, su olor, aquellos futones que se desenrollaban para acoger el amor de la noche y los cuerpos. Pero por alguna razón siempre me sentía muy feliz la mañana del lunes, cuando las horas pasaban despacio y azules y caligrafiadas con delicadeza hasta que llegaba ese momento en que yo me anclaba, otra vez, a la barra del pequeño bar, señalaba con el dedo una marmita de comida, abría mi cuaderno de arroz.

Un día, a punto de entrar en el bar, se me enganchó el tacón de los zapatos en una rejilla y se rompió. Quedé coja. Me había retrasado no me acuerdo por qué. Avancé hacia una de las ventanas. Desde la calle se las veía a ras del suelo, zócalos de vidrio. Me incliné y vi al hombre joven de la cartera color ciruela acodado en la barra, al lado del sitio que ya era mío. Llevaba un traje color castaño. Era un hombre muy guapo. En aquel momento tenía una sonrisa fija, ensimismada, en los labios.

Me fui cojeando. Hice mi maleta. Tenía que tomar un tren de tres horas para llegar a Tokio. En aquellas horas de ir de un lugar para otro no encontré una zapatería, creo que no quise encontrarla. Me fui de Japón cojeando.

Una amiga francesa cotilleó mis dibujos de zapatos, dijo que eran buenos diseños, y lió a su empresa para que fabricaran una línea con mis ideas. A mí todo aquello me daba mucha risa, y a veces, mientras escribía con el dedo sobre los cristales empañados de París me decía que, después de todo, aquellos meses de mi vida no habían sido del todo improductivos.

¿Otro vino blanco, Vizconde?

Su Peregrina.

lunes, 2 de mayo de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ la noche de emma

         Emma escuchó al perro. Le pareció que ladraba muy lejos, había como capas de niebla y algodón entre ellos. Después le pareció que aquel estertor quizás era alguien con mucha tos que se estaba muriendo, su abuelo le sonrió, Sultán ladró dentro de su oído y arañó la puerta, ella fue a abrirla, se despertó. Su marido dormía tranquilamente, boca arriba; un suave ronquido acompañaba la curva de su pecho, arriba y abajo. El perro seguía ladrando en algún punto de la calle. No era un perro del barrio, de eso estaba segura. Se acercó a la ventana. El farolillo que dejaban encendido en el patio iluminaba el gran magnolio y las flores, como de nata de novia, que se habían abierto hacía poco. Se puso la bata japonesa y bajó, con mucho sigilo, las escaleras. En el salón la televisión seguía encendida, muda. Las imágenes se sucedían como el parpadeo de un ojo alucinado. Vio a su hijo Marcos estirado en el sofá, dormido. Le habían preparado su habitación de niño, pero por alguna razón no había querido subir, quizás, a pesar de haber dejado su propia casa, se resistía a volver a la de sus padres. Incluso había relegado su mochila roja al rincón más oscuro del recibidor.
Al regresar a última hora de la tarde se lo habían encontrado en el patio. Había entrado colándose por lo de los vecinos, como cuando era adolescente. Hacía tiempo que ninguno de sus hijos dormía en casa. Ahora era el turno de los nietos, las siestas, las semanas de vacaciones que pasaban con los abuelos mientras los jóvenes padres revivían en soledad su pasión de parejas. Desde la cocina encendieron las luces del patio y entonces vieron a Marcos, debajo del emparrado, jugando con una muñeca. Pidió café, habló de unos pájaros que había visto beber en el capó del SEAT de los Esnaola, y después dijo que él y Valeria se iban a separar. Lo dijo con ligereza, con aquella manera que tenía de decir las cosas, como si no tuvieran importancia, me voy a la India, dejo de estudiar ingeniería, estoy viviendo con una chica, el viernes me operan de un quiste, dicen que es benigno, voy a ser padre, me separo. Todo venía dicho con ese aire de pequeña broma. Apagó la televisión y miró a su hijo, su cara, el gesto ceñudo que la ensombrecía, sus dedos crispados sobre algo, la muñeca, y entonces se dio cuenta de que era Macedonia, la muñeca de la hija de Marcos.

Otra vez el perro, mordiendo el silencio, esta vez más cerca. Se asomó a la ventana del recibidor. Las farolas iluminaban con su lluvia de haces anaranjados charcos de luz, vacíos. Abrió la puerta de casa. Salió a la calle en zapatillas. Nunca lo había hecho, su abuelo decía que salir a la calle en zapatillas es cosa de paletos. Le parecía que esa noche había soñado con su abuelo y con su gran danés, Sultán. Cuando era pequeña venían a visitar a los abuelos a esta casa, y ella jugaba con Sultán en el patio y aprendía de su abuela cómo cuidar las flores. Entonces la casa sólo tenía una planta y casi todo el terreno de afuera se utilizaba para huerto. Sólo una pequeña parcela para cultivar la gran pasión de su abuela, las rosas.
Paseó la calle arriba y abajo, el aire estaba fresco del verdor de los jardines. Una gran rosa se abría, delante de ella, de un color rosa encarnado, como un corazón demasiado exuberante para no tomarlo entre las manos. Cortó el tallo con delicadeza y mentalmente pidió perdón al rosal y a la señora Seoane, a quien se la estaba robando. Cuando era joven llevaba flores en el pelo. Enterró la cara en los suaves pétalos. ¿Dónde estaban todas aquellas horas que ella pasaba a solas, a escondidas, viviendo sus gestos íntimos, sus cafés solitarios, sus vagabundeos, su diario de muchacha, esos minutos lentos que se llenaban con sus sueños, sus ganas que la empujaban libre por la ciudad? Una sombra caliente la rozó. Abrió los ojos. El perro la miraba, las orejas gachas, el cuerpo preparado por si tenía que salir corriendo. Ella le habló con palabras amables. Pronto el animal se dejó acariciar. Llevaba un collar donde se leía Rita y un número de teléfono. Emma le abrió las puertas del patio. Se sentaron las tres, ella, la perra y la flor, al lado de la fuente. Rita bebía a grandes lengüetazos. La luna seguía creciendo allí arriba. El cuerpo de la rosa desbordaba las manos de Emma. Un pájaro cantó sobre sus cabezas. Rita levantó las orejas y Emma le tranquilizó. Es un ruiseñor, le dijo. Y siguieron juntas escuchando el fluido de la noche.