oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

jueves, 29 de septiembre de 2011

cuánta hermosura!

Qué hermosos son los muros blancos, desnudos, casi huesos
de una casa,
como si el sol y el desierto hubieran roído al animal
casa
y sus ventanas simples cuadrados negros, líneas puras
a fuerza del agotamiento, de los dientes del tiempo;

y qué hermosas son las paredes desconchadas, esos lienzos
de manchas imprecisas, capas
de papeles pintados, de baldosa deslucida, de cemento,
esos mapas sobre las paredes,
esas rutas de las heridas, calendarios plásticos con sus pieles
cayendo…

… y qué hermosas esas fachadas
sobre las que han caído miles de lluvias
y tienen enredaderas de sombra y suciedad,
marcos comidos, puertas hinchadas, ruidos
de vieja desmembrada,

cuántas hojas de silencio
con tanto escrito

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La llegada.


            Las luces tiemblan en la ventanilla. Es la lluvia, las atrapa en goterones, las rompe en un calidoscopio enfermo.  Yo estoy dentro, en el taxi. A mi lado el profesor Dexter habla y habla. Hace ocho años, en mi primer viaje a esta ciudad, no me hubiera importado la lluvia. Viajaría con las ventanillas completamente bajadas, la cabeza afuera, ávida por recibir toda esta fiesta. Mientras veníamos desde el aeropuerto el crepúsculo caía tan lento como si tuviera miedo de aplastarnos. Nuestro pequeño coche, cucaracha rubia entre las demás cucarachas; mi pequeña vida y su maleta, la noche nos sabe demasiado frágiles frente a su poder. Al cruzar el puente me he esforzado por sentir la vieja emoción, pero no estaba en su sitio, sin duda otra cosa más perdida en este traslado. Sobre el agua ancha del río se reflejaban los párpados artificiales, los semáforos, las farolas, las largas guirnaldas de los faros y de las fachadas de los teatros. Inventamos la luz cuando nos falta el sol, inventamos los faros sobre los escollos del océano, la alegría, la esperanza, son artesanías talladas en la pura necesidad. Creo que no volveré a la casita, lo mejor será ponerla en venta. No sabría ya dar los paseos, seguir los senderos por donde las dos reíamos jugando a bandoleras, llegar al faro viejo, imaginar lo que cantan las sirenas y cantarlo, ella con su voz pequeñita aupada a mi voz de tabaco. Por fin el taxi para en un edificio de ladrillo rojizo. El profesor Dexter se hace cargo de las maletas. Insiste en una melopea de disculpas, monótono, como esta lluvia sin drama ni poesía, agua sucia, aplastando la polución contra las aceras. Estoy demasiado borracha para prestarle atención. Me he estrenado como viajera en primera clase, donde esas chicas te miran tan simpáticas mientras agitan vasitos con hielos de colores. Subimos escaleras hasta un segundo piso. El profesor abre la puerta y entiendo lo que quiere decir, sus lamentos, sus genuflexiones. La casa está vacía. Huele a recién pintada, pero no hay ni un mueble, sólo una cama, con el colchón todavía enfundado en su plástico. Vamos a la cocina, él abre armarios y comprueba, aliviado, que por lo menos hay vajilllas y cazuelas y provisiones en latas y esa extraña robótica tan propia del atrezzo americano. Sobre la encimera unos paquetes envueltos en papel de aluminio. Es comida preparada, solo hay que recalentarla en el microondas. El profesor Dexter, sin embargo, insiste en salir a cenar fuera para celebrar mi venida. Necesitará compañía en su primera noche, me dice. Creo que me mira el pecho. Me excuso. Estoy demasiado cansada. Le pido un cigarrillo. Cuando cierro la puerta tras él no sabría describir su cara, quizás tenga unos ojos, seguramente, todo el mundo los tiene, pero ¿de qué color, qué color puso sobre mi pecho? Me doy cuenta de que tengo los tres primeros botones de la blusa desabrochados, se me ve el sujetador. Los neones de un anuncio entran en el salón tiñendo la penumbra ahora de rojo, ahora de azul, ahora de rojo, ahora de azul. No hay manera de salirse de ese paréntesis. Paseo por la casa, toco las paredes, su franca desnudez. Me siento agradecida de que esté así, vacía, es más verdad. No tengo estómago para quitar la piel de plástico del colchón. Cierro la puerta del dormitorio, hasta querría tener una llave por candarla, candar a esa puerta imprevisible de mis sueños; quizás mi auténtico miedo sea ahora descansar, me parecería una traición.
Me tiendo en el suelo. Ni tan siquiera espero dormir. Fumo, dejo mi aliento en este vacío, espirales azules que en algún punto hacia el techo se quiebran y desaparecen.

lunes, 5 de septiembre de 2011

DICCIONARIO DE USO, ETIMOLOGÍA Y ALMALOGÍA DEL ESPAÑOL DE TÉRMINOS COSMOLINGÜÍSTICOS PERTEJOS O PEREGRINOS. (En construcción)



Albriscente.- adj. Dícese de toda persona, animal, cosa o circunstancia que aúna las cualidades del brillo, la claridad y la frescura, por lo general en un grado que permite suponer que aún irán en aumento. Es decir, éste término tan singular cifra lo calificativo en el tiempo. Es un adjetivo que habla de un presente creciente -un adjetivo lunar por tanto-, y que connota una dirección de mayor plenitud, el futuro. Suele aplicarse sobre elementos jóvenes o nuevos. (Pej, el potro albriscente en medio de la manada, un proyecto albriscente y emprendedor, las primeras lluvias albriscentes de la primavera.) 2. m. En filosofía, úsase para designar una mente brillante capaz de sorprenderse así misma. De los poetas dícense que son albriscentes cuando comienzan a versificar a edades tempranas (Rimbaud, el maldito albriscente). Los temperamentos albriscentes son muy temidos en los colegios religiosos y en toda institución subsidiaria de la obediencia y la constricción. Por eso en ciertos curriculos se lee una nota escrita en caracteres escarlatas, “cuidado, albriscente”. En ciertos pueblos de Soria las choperas y alamedas por la noche son los bosques albriscentes, por lo que vuelve a redundar aquí la importancia del tiempo, en este caso sumado al elemento mágico que comporta la ausencia de día. Los bosques albriscentes han dado un rico folklore de leyendas y cuentos en dichas comarcas.