oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

jueves, 29 de noviembre de 2012

Nacimientos_la hora de laSal y de JAN



Empieza a anochecer. El cielo está despejado y nos ha regalado una puesta de sol dulce, rosada, con esa nitidez delicada de los días de frío. Alicia y yo, ya casi antes de colgar el teléfono, hemos hablado de esa puesta de sol que cada una veía desde una ventana distinta. Ella desde la ventana del hospital donde ha dado a luz, con Joaquín y con el pequeño Jan, su hermoso hijo que apenas hace unas horas está de este lado, compartiendo la misma luz que sus padres.

¡Qué ganas de ir a abrazarlos a los tres, qué ganas de ver a Jan! Pero en unas horas está a punto de nacer otra criatura, ¿sabes Jan?, un ser formado por la voluntad de muchos seres y por otra cosa que nada tiene que ver con la voluntad, algo inaprensible, misterioso y mágico, algo que un señor llamado Federico García Lorca llamó duende. Va a nacer una obra de teatro, y yo creo que estará bendecida por el duende, llena de espíritu y gracia.

Al teatro nos dedicamos tus padres y yo, es nuestra profesión, nuestra pasión, nuestro arte y parte en cómo habitamos este mundo.  Tus padres se conocieron interpretando una obra que yo escribí y que también dirigí. Compartimos un viaje maravilloso. Ya en el libreto, antes de editar la obra (editarla es hacer del texto un libro, Jan) aquella obra estaba dedicada a unos niños a punto de nacer, hijos de otras amigas. La energía de los niños que están por nacer me parece muy poderosa, una gran aliada, ¡si vieras cuando le ponía la mano a tu mamá en la barriga, como emanabas calor y dabas tus patadas! 

Y ahora, mira, la broma que hicimos tu mamá y yo de que tú y esta nueva obra nacerían el mismo día se ha cumplido. Así que como autora del texto me permito dedicarte esta función, honrar tu nacimiento con este nacimiento.

Y ahora 
un beso de rosa para Jan
un beso de jazmín para Alicia y
un beso de camelias para Joaquín

y para Cristina, la directora de laSal
y todo el magnífico y extenso equipo
cientos de besos de claveles de poeta.


domingo, 18 de noviembre de 2012

ISABEL, DE OJOS AZULES




Ayer por la noche, mientras leía las primeras páginas de la novela Una vida inesperada, de Soledad Puértolas, sonó el teléfono. El tono de mi teléfono móvil es la cosa más discreta que uno pueda imaginar, y por ello frecuentemente no lo oigo, pero he elegido que fuera esa la llamada de atención al mundo precisamente por lo dulce que es, y porque siempre me sitúa el alma en una frecuencia bella y esperanzada.

El tono de mi teléfono es mi propia voz recitando los versos de uno de mis poetas favoritos, el gran Antonio, Antonio Machado. Y me avisa, con intimidad y misterio…

Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón…
etc…

y en ese sosiego de las palabras de Antonio, en esas alusiones al corazón, al agua creativa y a la hilazón de vigilia y sueño, cojo el teléfono.

Del otro lado estaba mi amiga, y también gran poeta, Júlia Bel. Su voz estaba muy afectada, quebrada y con lágrimas. Me dijo que acababa de enterarse que Isabel Núñez había muerto.

Júlia y yo, además de ser amigas, colegas en el oficio de la escritura y socias de una compañía de teatro, fuimos durante años vecinas. Un año, creo que fue en 2009, nos llamó la atención un curso que se celebraba en el CCCB y que bajo el título de “las Olvidadas” dictaban Lydia Oliva e Isabel Núñez. Cinco sesiones donde hablaríamos y conoceríamos a cinco fotógrafas y cinco escritoras injustamente olvidadas o desdibujadas por la historia a pesar de la calidad de su obra. El planteamiento del curso nos gustó y nos apuntamos. Y no nos arrepentimos, todo lo contrario, fue un verdadero placer y un descubrimiento muchos de aquellos nombres. Creo que de las cinco escritoras a quien más asiduamente he leído después del curso fueron a Natalia Ginzburg, Dorothy Parker y Jean Rhys, de quien hasta la fecha sólo había leído la incomparable Ancho mar de los sargazos, pero de quien después me afané en buscar toda su obra publicada ya fuese en librerías o bibliotecas. Me acuerdo que me compré un cuaderno para el curso, de cómo yo llamaba a la puerta de Júlia o ella a la mía y nos íbamos caminando tan contentas a aquellas conferencias. Tanto Isabel como Lydia eran muy buenas comunicadoras, muy apasionadas.

Una tarde noche, después de una de las sesiones, nos fuimos a tomar una copa con ellas. No me acuerdo muy bien como discurrió la charla para que acabáramos hablando de su experiencia y acercamiento a la guerra de los Balcanes reflejada en el libro Si un árbol cae. En estos meses, a punto de editar mi texto teatreal laSal, que se enmarca en ese contexto, y de que se estrene el montaje en el teatro de La Caldera, pensé en Isabel. Para acompañar a la presentación del libro y al estreno queríamos organizar también una mesa redonda con distintos puntos de vista sobre el conflicto. Pensamos en el perfil de historiadores, de corresponsales de guerra, sobre todo fotógrafos, antropólogos, y en seguida yo propuse a Isabel, porque si bien su experiencia no había sido directamente durante los años del conflicto había ido a visitar los rescoldos, y me parecía que tenía una sensibilidad y una cultura perfectas para lo que queríamos tratar.

Así que me puse en contacto con ella y, muy amablemente, me contestó que estaba dispuesta a participar. Por su correo me enteré de que estaba con problemas de salud y pendiente de una operación. Para las fechas de la mesa ya creía poder encontrarse totalmente recuperada, aunque no lo podía asegurar. Nunca imaginé que una mujer tan joven, tan hermosa y en la que bullía un interés tan vital y palpable por tantas cosas, pudiese dejar de recuperarse.

De hecho, la última vez que la había visto fue precisamente en la presentación de su libro Sin razones del olvido, que era una versión de las conferencias aquellas a las que habíamos asistido en el CCCB. Y la vi, como en aquellas sesiones, dulce y fuerte, con aquella determinación que contrastaba con sus rasgos delicados. Me acuerdo que nos contó, ya terminada la presentación, mientras me firmaba el libro, que estaba empeñada en que editasen a Maeve Brennan, una de aquellas olvidadas, mujer que había sufrido especialmente. Y también recuerdo que a las pocas semanas, hablando con Júlia por teléfono, mientras cruzaba la meridiana, me dijo que se había encontrado con Isabel y que al fin había conseguido que una editorial se comprometiese con la obra de Brennan.

Y esto es una de las cosas que me atraía de Isabel, su generosidad. No sólo labraba una obra propia, también defendía la de una genealogía de escritoras a las que sin duda se sentía afín, familiar. Y quizás sea esa pasión que había en su voz cuando hablaba de otras escritoras la que me hizo sentir que en ese discurso se transparentaban también verdades íntimas de la propia Isabel. Y por eso siempre pienso en ella ligada a dos adjetivos: bella y valiente.

He estado leyendo las últimas entradas de uno de sus blog, Crucigrama, que recomiendo. Y creo que no me equivoco en esos adjetivos, aunque yo no tuviera una relación estrecha con ella. Pero sólo quería hablar un poco de Isabel, darle las gracias, dejar esta pincelada aquí. En mi interior siento mucho respeto por las personas que han dejado algo bueno en mi vida y que me han enseñado o dado luz en algún aspecto. Y además del respeto, quiero expresar también la admiración por alguien que toma su vocación y se compromete con ella. Isabel me transmitía esa fuerza, esas ganas de ser coherente con lo que uno es.

Sé que compartíamos también una querencia: las nubes. En Crucigrama aparecen algunas de esas fotos como ventanas que se abren a la entrada escrita. Yo también fotografío nubes desde los ventanales de casa, que dan al este y que ofrecen amaneceres y crepúsculos dramáticos, atardeceres de agua y tantos paisajes de este cielo mediterráneo. Creo que pastora de nubes habría sido otro oficio adecuado a sus ojos azules.

Así que aún sorprendida por tu partida -¡qué extraño se me hace!-, nuevamente gracias, Isabel.

Y me quedo pensando en quién cuidará de Rufus, el gato que se pasea por esas últimas entradas, escribiendo con su paso una palabra sin definición en este extraño crucigrama de la vida.

martes, 13 de noviembre de 2012

SEMILLAS


Hace unas semanas Rubén me pasó un libro que le había emocionado y me recomendó con vehemencia que lo leyera. Ese precioso libro se titula La revolución de una brizna de paja, y está escrito por Masanobu Fukuoka, al que supongo se le debe de considerar uno de los primeros padres de la permacultura.

El libro, que básicamente habla de la agricultura entendida como una cooperación con la naturaleza en vez de una imposición sobre la naturaleza, también despierta en mí emociones muy complejas. Por ejemplo, que en este libro editado por primera vez en 1975 ya se diera una visión tan acertada de nuestra dependencia innecesaria del petróleo y las nefastas consecuencias a distintos niveles que eso comportará, de la perversión de una agricultura industrializada que sólo está trabajando para el hambre y el empobrecimiento de nuestro suelo (nuestra madre, nuestra base), y de las soluciones que este hombre ha encontrado simplemente atreviéndose a pensar por sí mismo, a obrar y experimentar por sí mismo, y cómo los resultados de dichas investigaciones los pone al servicio de estudiantes, jóvenes, agricultores, políticos, extranjeros, etc, y que yo esté leyendo toda esta fuente de conocimiento, salud y esperanza en 2012 y casi por casualidad… me da una pena y una rabia mordientes. Han pasado 37 años desde la divulgación de este conocimiento, casi mi vida hasta ahora, y me apena y enfada que los que recojan el testigo de las propuestas del señor Fukuoka sean grupos, colectivos o individuos que viven y trabajan de forma alternativa. El sistema, que ha sabido imponerse en todo el globo, y que se asienta en la enfermedad y en el crecimiento de esa enfermedad hasta la extinción, rechaza las voces que traen la cura. Prefiere sus falsos paradigmas avalados “científicamente”; los prefiere porque generan miedo, sumisión e ignorancia.

Me pregunto cómo todos los ministerios de agricultura y de desarrollo no han tomado en consideración la permacultura, las experiencias y evidencias del señor Fukuoka y de tantos otros pioneros que he ido descubriendo, poco a poco, gracias a la curiosidad de Rubén y a Internet. Me pregunto cómo en la escuela se nos hablaba de la tierra. Me acuerdo de las clases abstractas de geología, las de geografía, en sociales cuando estudiábamos los diferentes sistemas de cultivos, en botánica, donde ni siquiera hicimos el famoso experimento del guisante, ni plantamos una mísera semilla, ni vimos o tocamos una planta más allá de la ilustración del libro de texto. Pedazos inconexos. La tierra, algo amorfo, que se explota, que se conquista, que fue una diosa para las culturas primitivas, ya superadas, que es un problema, que tiene un precio, que sirve para ocultar los muertos, las basuras, los residuos nucleares y todo aquello que es incómodo de ver.

Supongo que los niños, en el colegio, tienen hoy otra relación, básicamente centrada bajo el título de “ecología”. Mi hermana me dice que mis sobrinos son muy conscientes de la necesidad de reciclar y que le llaman la atención sobre ello. Sin embargo me temo que debe existir el mismo vacío que entonces. La Tierra sigue siendo un concepto, y sigue siendo algo temible, impredecible, su fragilidad es amenazante. Ahora la asignatura se llama “conocimiento del medio”, “cono” entre los críos. Pero para nuestro sistema el conocimiento es la imposición incuestionable y examinable de creencias pre-establecidas, sin dejar verdadero espacio entre el que quiere conocer y la materia de su conocimiento. Seguimos siendo loros amaestrados.

Hasta nuestro sentido de la belleza está empobrecido por la masacre que se ceba cada día sobre nosotros y que sólo nos permite la estética. Es bonito tener un jardín o que la montaña esté aseada para cuando vamos a dar un paseíto. Pero en realidad, ¿cómo sentimos la Tierra, cómo nos comprometemos con ella?

A partir de la lectura de La revolución de una brizna de paja, Rubén guarda todas las semillas que vamos generando o que encuentra a lo largo de la semana: la de los pimientos, de la fruta, de los árboles que encuentra en sus paseos… Y en el fin de semana, en nuestros paseos por la montaña siembra esas semillas, les da una oportunidad para ser y a la tierra, a los espacios baldíos, a la inmensa capacidad de regeneración y fertilidad que nos sostiene, una oportunidad para perpetuar la vida. Y para el perdón. Y lo admiro por esa acción-oración, por llevar ese silencioso amor, respeto y gratitud a un acto genuino, de corazón, que se repite todos los días. Eso es para mí tener fe y tener presencia.

También en casa hemos plantado semillas de rabanitos y de rúcula. Ya han empezado a salir los brotes. Esos tiernos tallos tienen para mí una fuerza inmensa, me ayudan a saber que siempre el mundo puede volver a comenzar. Igual que cuando escribo en la hoja del cuaderno algunas palabras amargas, cansadas, hartas de mí y de esta realidad tirana, pero cuando vuelvo la página, tan nueva, tan intocada, me viene un silencio, ¿qué es lo que quiero plantar en esta hoja? Hay multitud de gestos en el día a día que me recuerdan que siempre puedo volver a elegir, que puedo volver a empezar.

Una de las cosas más gratas que me ha dejado el libro del señor Fukuoka es la confianza en el gran poder regenerativo de la Tierra. También un sentido de la humildad, de la observación y de la responsabilidad mucho más profundos y sustentadores.

Muchas gracias, pues, a Masanobu, a Rubén y a tantos hombres buenos.

UN JUEGO.

A mis alumnos de escritura les propongo hacer un diccionario personal (yo ahora te pregunto qué sugiere este concepto para ti). Una de las categorías que propongo aquí es el de las palabras-semillas. Cada día, sembrar en el cuaderno unas cuantas palabras-semilla. Ojalá germinen y nos den buena cosecha.

Palabras-Semilla: rojo, lluvia, garganta, torrentera, pulso, abrazo, ventolera, ancho, madrugada, ventana, echarpe, olor a recién despierto, isla, azul de verano, techumbre, lumbre, silencio…


UNA CITA INSPIRADORA.

Don Juan se acuclilló frente a nosotros: Acarició el suelo con gentileza.
-Ésta es la predilección de los guerreros –dijo-. Esta tierra, este mundo. Para un guerrero no puede haber un amor más grande. (…) Solamente si uno ama a esta tierra con pasión inflexible puede uno librarse de la tristeza. Un guerrero siempre está alegre porque su amor es inalterable y su ser amado, la tierra, lo abraza y le regala cosas inconcebibles. La tristeza pertenece sólo a esos que odian al mismo ser que les da asilo. (…) Este ser hermoso, que está vivo hasta en sus últimos resquicios y comprende cada sentimiento, me dio cariño, me curó de mis dolores y, finalmente, cuando entendí todo mi cariño por él, me enseñó lo que es la libertad.
Relatos de Poder.
Carlos Castaneda.