oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

miércoles, 27 de abril de 2011

Recuerdo con los ojos de Matisse

Toda esa tierra es naranja, seca, deja los pies llenos de polvo, la garganta dolorida de sed. Las montañas, peladas, están oradadas con bocas, negras, cuevas donde duerme su sueño el vino, bodegas, húmedas criptas con pelo. Hay una escalera para ascender la montaña, la barandilla roñosa, oxidada, temblona. Al final de las escaleras han aplanado la tierra, la han violentado con cemento y ladrillo, una terraza, para ver, ¿qué?
Me veo allí, los pantalones cortos, las rodillas despellejadas, heridas, costras duras, como las conchas de los caracoles, enfermos, que ascienden lentos por la pared. La pared imposible que contiene la montaña, que la detiene, para que no caiga sobre mi cabeza. Oh, sobre mi cabeza sigue la montaña, el cielo es con hierbas, matojos que huelen áspero, y almendros, un mundo vertical y duro y gris y viejo, también sabe a polvo, sus frutos, encerrados, avaros.
El silencio es ciego de luz, una bofetada de sol y de siesta, y tiene un corazón horrible, sostenido, ese grito de la chicharra que duele tanto. Yo me derrito de silencio y calor, mis manos sudor, mi rostro una masa, también naranja y arenosa, como la carne de la montaña. La estela de un avión, rasgando cielos, las rallas de mi camisa, azules, y una pequeña brisa que apenas mueve las hierbas altas sobre mi cabeza, para no morir.

martes, 26 de abril de 2011

LAS CARTAS FRANCESAS_ del Vizconde Verdemar a Peregrina


         Mi querida Peregrina:
seguimos hospedados en la Posada del Almirante Blake. Abril deja sembradas las cunetas de los caminos de unas diminutas flores azules que se abren como estrellas.  En nuestros paseos deliciosos me gustaría recoger todas esas estrellitas azules y enredarlas en la cabellera dorada y rojiza de Louise, como si fuesen una constelación sobre un cielo hilado con hilos de oro y fuego. Sin embargo me pone triste la imagen de verlas caer marchitas de su magnífica cabeza. Qué bello sería, por ejemplo, que esas pequeñas flores pudiesen seguir alimentándose del fértil mantillo de las ideas de Louise. Si la energía de su pensamiento corriese como una sutil energía eléctrica por las largas raíces exteriores de sus mechones, capaz de imbricarse a los tallos cortados y restaurando así el ciclo de la vida, estoy seguro de que esas flores silvestres seguirían lozanas todo el día y hasta sobrevivirían más allá del verano y las estaciones más crudas, cuando las heladas del inverno lo arrasan todo. ¡Oh, qué energía la de esta mujer, qué imaginación, qué curiosidad de ardilla! Por supuesto seguimos inmersos en nuestra ocupación detectivesca. Es una especie de gimnasia de la observación y la osadía que nos mantiene divertidos, quizás un poco disparatados en mi opinión. Pero me pliego con gusto a los entusiasmos de Louise. Supongo que porque ella es muy joven y temo que, de no acompañarla en su sentido lúdico de la existencia, acabe por verme como un hombre encantador, atento e inteligente pero… quizás un poco mayor, un poco fruta pasada, aburrida de comer.

Le confieso que, en ocasiones, los años que nos separan me pesan. Es verdad que toda su juventud vibra con las mismas cuerdas, en idéntica armonía a la energía de mi corazón. Eso me hace saber de mi frescura: estoy lleno de mareas y alegrías como las aguas fuertes de la tierra. Pero los espejos, a veces, me dan miedo. Sobre todo en la madrugada, cuando, indefenso, me los topo en una excursión al baño o en un paseo insomne por una habitación en penumbra, y entonces, de imprevisto, su luna, esa luz que de fantasmagórica es demasiado cruda. En estos últimos meses he tenido un par de encontronazos así con los espejos. Primero me he asustado, ¿quién es ese desconocido?, ¿quizás un enemigo, he de ponerme en guardia? Y al levantar las manos para parar un posible golpe, me doy cuenta de que el otro levanta las manos idénticas, con el mismo terror. Y este gesto abre la certeza de la duda: ese desconocido soy yo. Sin embargo no despeja las anteriores preguntas, ¿quién es, enemigo, he de salvaguardarme de él? Porque también ese reflejo encontrado no soy yo. A veces sospecho que es La Muerte disfrazada de mí. Se pone el traje de mi cuerpo, para ver que tal le sienta, como si ya le estuviera tomando las medidas. Ella disfruta su pequeño carnaval a costa mía, se enmascara de mí y luego se esconde en los espejos nocturnos, para asustarme. Y lo peor es que lo consigue.

Usted dirá que todavía soy demasiado joven para toda esta sarta de consideraciones, y tiene razón. No crea que estoy deprimido o incubando una enfermedad. Ahora mismo el sol brilla sobre mi cabeza con todo el júbilo y la fragancia de la primavera, y es quizás, debido a esta fuerza de vida que me ampara, que le puedo confesar mis zonas sombrías. Estoy sentado en la terraza del Café Viena, el más elegante del pueblo. Me regalo con un aperitivo mientras leo los periódicos, contesto a la correspondencia y cotilleo en los ires y venires de las gentes por el bulevar y la plaza. Todo este placer no es sino una tapadera para cumplir una misión que Louise me ha encomendado: tengo que registrar los rostros y averiguar después los nombres de todas las personas que se sienten a hablar con la Mujer del rostro azul (¿se acuerda de la misteriosa patrona de nuestra posada?) Parece que los domingos –hoy es domingo- hace toda su vida social en este Café, y por lo que sabemos ella no es muy popular ni bien recibida entre los paisanos, así que queremos averiguar quienes son los que se sienten obligados a demostrar, en este altar público, sus buenos modales y su deferencia para con ella. Esta importante misión la ejecuto en solitario ya que Louise se halla en otra, de la que solo conozco la tapadera: tomar una sauna y un masaje en los baños del Gran Hotel Miramar, en Chantiny,  a veinte kilómetros de nuestro refugio. Una excursión, higiénica en apariencia, para la que tomó un cabriolé muy temprano esta mañana. A la noche, delante de una buena cena,  intercambiaremos confidencias.

Entre tanto ha sido un placer este vermut en su compañía, mi querida Peregrina, y brindo otra vez –mi vaso saluda al cielo- por la amistad y porque tenga usted salud y dicha.

Su amigo,
 Vizconde Verdemar

jueves, 21 de abril de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_LA MOCHILA DE LOS QUINCE AÑOS

El día era tan ventoso que cuando pasó por el bar “La Alegría” vio que las macetas con setos de ornamentación estaban volcadas por la acera. Marcos apretó el paso y se metió por la callejuela de las casas bajas, la calle más bonita del mundo en su opinión, donde aún le seguía llegando alguna carta a pesar de que hacía muchos años que ya no vivía allí. Llamó al timbre y escuchó como por adentro de la casa resonaba el campanilleo. Nunca podía dejar de acordarse de su amigo Fernando, la primera vez que vino a merendar y a hacer los deberes una tarde de los siete años; cada vez que sonaban las campanillas de la puerta levantaba la cabeza extasiado.
- En mi casa – se justificó Fernando - el timbre suena feo, una especie de zumbido que taladra los tímpanos, supongo que eso contribuye a que las visitas de mi tía, la muy pesada, me resulten tan insoportables. Yo no sabía que el timbre de una casa podía sonar así de bonito.
- Eso es porque en esta casa viven hadas. Cuando hay hadas, las casas hablan así – le contestó enigmáticamente Marcos.
Fernando entendió lo de las hadas cuando, a la hora del pan con chocolate en el patio, conoció a las tres hermanas de su amigo. Desde ese momento ya no necesitó el estímulo de las campanillas para levantar la cabeza ni para lucir una mirada embelesada.
- ¿Qué será de Fernando? – se preguntó Marcos, volvió apretar el timbre, y mientras esperaba a que alguien abriera rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar el móvil. Tenía ganas de hablar con alguien. Quizás Fer estaba por el barrio y le apetecía quedar a tomar unas cañas. Cuando abrió la tapa del teléfono se dio cuenta de que se había quedado sin batería.

Los minutos pasaron y nadie acudió a la puerta. Marcos tenía la esperanza de que su madre estuviera en casa, trasteando en el patio con sus transplantes de primavera. Como siempre había extraviado las llaves en algún cajón de su lado de la cómoda, y quizás, cuando recogió la ropa, ni se acordó que tenía un juego “por si acaso”. Marcos era muy despistado, y parece que esa era una de las muchas razones que habían acabado por aburrir a su esposa. Se echó a la espalda la pesada mochila roja, la misma que llevaba con quince años a las excursiones y campamentos de verano. Lo más fácil sería entrar por el patio. Así que tuvo que rodear la calle y meterse por el callejón sin salida. Allí se subió al techo del coche de los Esnaola, que desde milenios descansaba allí su sueño sin motor. Aquel SEAT 1500 color banana era una institución en el barrio. Cuando dejó de transportar a la familia Esnaola se convirtió en una prolongación de la habitación de los juegos de todos los críos de por allí. En el SEAT se vivían fogosas persecuciones estáticas de ladrones, se reunían los más crueles espías, se fumaban los primeros cigarrillos robados y después los primeros canutos, y más tarde lo que se robaban era besos, caricias, citas a las cuatro de la madrugada de algún melancólico verano… Luego la señora Esnaola acabó con todo aquello por falta de espacio, convirtiendo aquel coche en un auto trastero donde acumulaba las mantas de invierno que nunca usaría y los numerosos botes de melocotón en almíbar que se obstinaba en producir a finales del verano, y otro sin fin de chucherías, según ella, dignas de conservar. Ahora la Señora Esnaola tenía alzheimer. Se lo habían diagnosticado siendo aún muy joven, con apenas cincuenta años. Su marido había tirado todas las cosas que se apolillaban en el coche, pero por alguna razón, no había podido desprenderse de él. Entonces buscó una excusa, una excentricidad, y transformó el interior del coche en un pequeño museo. Lo limpió, lo retapizó con una tela impermeable, y ordenó en su interior una serie de casitas para pájaros que él mismo se dedicaba a construir. Las ventanillas estaban bajadas, y en muchas ocasiones algunos pequeños pájaros decidían hacer su nidada dentro del coche. En el abierto capó el señor Esnaola colocaba una bañerita de bebé a la que cambiaba el agua cada día, así pues Marcos no se sorprendió de ver, parados allí, en trinado coloquio, un selecto círculo de verderones y zorzales.


Una vez arriba del coche tomó impulso, saltó y se quedó colgando del murete encalado. Pasó las piernas y se dejó caer dentro del patio de los vecinos. Lo encontró desmejorado, monótono, solo plantas de hoja verde oscura, anchas, un poco aburridas, pensó él, nada que ver con la profusión de colores y aromas que cultivaban su madre y hermanas. El gran Laurel lo estaba esperando. Se encaramó a sus ramas, trepó, y volvió a sentir el corazón ligero de sus años más jóvenes, cuando regresaba por las noches un poco alucinado y como siempre olvidadizo de las llaves. Se descolgó por las perfumadas ramas que ya tocaban el patio de sus padres, cuidando de no aplastar el macizo de gladiolos, espléndidamente abiertos y erguidos, como espadas con volantes.


Llevaría diez minutos sentado debajo de la gran parra cuando sintió algo silencioso que pasaba en su pecho. Tenía la forma de unos pasitos menudos, y era contradictorio, porque le hacía sentir bien y mal al mismo tiempo. Respiraba el patio, su silencio, su belleza tranquila agitada por los murmullos del viento, esos ruiditos vegetales de las hojas, las cascarillas que se arremolinaban en las esquinas del patio… se llenaba poco a poco de todo aquello, de aquel encanto detenido, mágico, algo que tenía que ver no sólo con las horas de la infancia jugadas allí, con las confidencias hiladas en las noches claras junto a sus hermanos, sus novias, su esposa. El patio le pareció un ser, alguien lleno de una energía buena, algo hecho de cosas duras, el suelo, la mesa, la fuente, las macetas, todas aquellas fisonomías no humanas y que sin embargo le hacían sentir como adentro de un abrazo. Y se acordó de ese juego del pilla pilla, en que uno toca un sitio convenido y grita “casa”, y ya nadie le puede hacer daño. Y de pronto supo que estaba muy cansado, muy cansado, no sabía dónde había estado corriendo todos esos años, ni por qué. Se sentó al lado de un cesto de mimbre donde se metían los juguetes de los niños. Metió las manos y enredó entre pelotas, cochecitos, marionetas de dedos, muñecos de cuerda para el agua, peluches, canicas, dinosaurios de plástico y de pronto se encontró con una muñeca de su hija. La llamaba Macedonia, porque en el momento en que se la regalaron ella había descubierto la macedonia de frutas de la abuela y la exigía para merendar todos los días. Macedonia estaba bastante despeinada y había perdido un zapato. Marcos sacó de dentro de la mochila una bolsa del supermercado que había improvisado como neceser, buscó su peine, y con mucha paciencia se puso a desenredar aquella melena de un color parecido a su propio pelo, aunque a él, reconoció, si le diesen aquellos tirones, lloraría.

miércoles, 20 de abril de 2011

DEL CUADERNO DE ABRIL


… hay ramas en el pensamiento
tallos de los que penden, pendolean,
frutos exóticos, vainas, nidos, panales…

por ejemplo, palabras ciruela, con su jugo dulce y verde
que se madura pronto.
Hay que aprovechar las palabras ciruela, decirlas pronto,
gritarlas desde el balcón,
regalarlas en las terrazas de los bares, en las esquinas
junto a las gitanas que venden rosas,

o bien hacer compotas de poemas, melazas
de relatos.

Es una pena cuando esas frutas
se echan a perder.


***


…voy vagabundeando por la página,
me paro, bebo té, -que se ha quedado frío-
descanso en la orilla, en la cuneta
de la frase, y dibujo flores, soles con un corazón en espiral, caracoles
con gafas graduadas…

luego, poquito a poco, prosigo, y no porque tenga algo que decir
sino por el placer
de este vagabundear página abajo,
descendiendo semillas de canto, esparciéndome
en palabras esenciales, y esperando
que los pájaros vengan a comer.

Mientras, invento una sombra de frases altas y frondosas,
Tallos altísimos de palabras jugosas, sibilantes, amorescentes…
y también una palabra charco, para meter los pies.

Espero a mi amigo el petirrojo,
cierro los ojos,
cierro el azul de los ojos tintos
hasta sentir su pequeño temblor, de pluma, en mi mano

viernes, 15 de abril de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_amapolas

Miriam tenía frío. Aún así se puso la chaqueta gruesa y vieja de su padre y salió al patio. Su pequeño hijo, Darío, estaba echándose la siesta en la cama de arriba, en la que había sido su habitación de niña. Allí habían dormido las tres hermanas y aún quedaban algunas huellas, la colección de conchas de Rosalía, la reproducción de la foto del beso de Doisneau, algún pijama que nadie se ponía en el fondo de un cajón y muchos pañuelos de batista, bien doblados y planchados, donde aparecían sus nombres bordados en alegres colores junto a mariposas, flores y mariquitas, el regalo invariable de cada primavera de la pobre tía Almudena, que ya murió.

Darío dormía con los brazos abiertos y los puños cerrados su sueño confiado de tres años. Y ella se aburría allí arriba, intentando también dormir porque llevaba desvelada varias noches y se sentía profundamente cansada e irritada. Su madre había insistido en que tomara, junto al postre de bizcocho de manzana, una infusión de valeriana y tila. Habían ido juntas al cuartito de las hierbas, donde su madre, como si fuese el taller de una pequeña bruja, tenía puestas a secar ramilletes de plantas que ella misma recogía en sus excursiones por el campo.

- ¿Por qué no te vienes con nosotros el sábado? – Le había sugerido su madre, mientras arrancaba con delicadeza las flores secas del tilo - Iremos hasta el monasterio de Santa Bárbara, la explanada ya estará alfombrada de amapolas, tráete la cámara, te divertirás.

Ahora, en el patio, mientras pasaba la mano por el verde fresco de los helechos, no podía quitarse de la cabeza el prado de las amapolas.

- Cuando me case, - había anunciado una primavera de sus quince años – quiero hacerlo en la entrada de la ermita de Santa Bárbara, será justo al alba, y todos nos mancharemos los bajos de los vestidos de rocío, y será como casarse sobre una lluvia invertida. Comeremos encima del tejado del monasterio, sobre las tejas rojas y al amparo de las copas de las encinas, que ya estarán tan esponjosas como nubes verdes. Desde el tejado veremos toda la falda de la montaña, como va cayendo en pequeñas terrazas de trigo, y los valles y las casas y las otras montañas tan lejanas y el humo de la gente de arriba, que todavía estará viviendo el final del invierno. Luego, yo y mi desposado os despediremos, bajaréis por la ladera de atrás, cantando las canciones más bonitas. Y yo pasaré mi tarde de bodas en la explanada, en el lecho de las amapolas, una larguísima tarde de amor, rodaremos y rodaremos como olas de amor por la marea verde y roja, aplastaremos todas las flores, las haremos sudar, me contagiaré de su terciopelo efímero y del oscuro botón de su misterio, y cuando venga la luna, la pradera estará destrozada de amor, como si hubiésemos sido gigantes que necesitasen toda esa sangre, todos esos pequeños corazones y corolas, para ascender la escalera de nuestro placer, pues estoy segura que mi placer será altísimo.

Sus hermanas la escuchaban embelesadas, Miriam era la mayor y tenía una singular autoridad sobre todos los miembros de la casa. Su padre le llamaba La Pitia, ¿dónde está mi Pitia?, preguntaba al volver a casa, y también, Señorita Pitia, debería adornarse la cabellera de pámpanos y cascabeles, ceñirse la cintura con rosas y laureles y llevar una pequeñísima mandrágora escondida en el puño izquierdo, aunque insista en llevar vaqueros, no descuide sus atuendos de nigromántica.

Otra primavera, cuando volvían de una de las excursiones deliciosas al prado, Miriam, entre sus amodorradas hermanas, declaró en el asiento de atrás,

- Cuando muera, quiero que me enterréis en la pradera de las amapolas. Sé que tendré que morir en primavera, pues no creo que podría descansar en otro lugar. Tendréis que ser proscritos, criminales, cavar una fosa sin que nadie lo sepa, en el medio del prado, sí, en el medio, para poder recibir todo el sol y toda la luna, toda la lluvia y los pequeños pasos de otras niñas que vendrán a corretear y a reír por allí. No quiero ataúd, ni caja, ni tan siquiera una sábana de lino. Sólo querría llevar mi vestido rojo, sin bragas, sin zapatos. Sólo mi vestido rojo. Ya sé que he crecido y no me cabe, pero cuando muera, veréis, volveré a entrar allí, en mi pequeño reino rojo.

Tenía diecisiete años, y curiosamente, a partir de esa petición, volvió muy pocas veces al prado.

Se arrebujó en la áspera chaqueta de su padre, olía a tabaco y al perfume de su madre. Metió las manos en los bolsillos y encontró un cigarrillo de los que liaba su padre por la noche, para fumárselos durante el día. Solo cuatro, se había prescrito él mismo, moderadamente. Miriam lo encendió, Uno no deja de robarles nunca cosas a los padres, pensó. Se sentó entre las hortensias, todo a su alrededor sesteaba, hasta la brisa parecía el débil ronquido de un niño viento mofletudo, ahíto de vida. ¿Por qué no se había casado en la ermita de Santa Bárbara?, ¿por qué no había tenido una tarde de bodas, íntima y solar? A veces le parecía que había dejado olvidado un objeto precioso en aquel patio, un objeto precioso que era la cascarilla, la concha mudada de su alma. Miriam no entendía por qué para crecer se había tenido que llevar tan terriblemente la contraria.

- Quizás aún lo remedie, -se dijo, y apagó el cigarrillo contra la cal del muro.

Al amparo del silencio y del lento viaje del sol por el cielo, se sentía una hija pródiga, de incógnito, lejana y aún por los caminos de los ladrones y los salteadores, una hija desconocida, y sintió la añoranza del patio interior perdido.

Un destello en los cristales de arriba le hizo alzar la cabeza. Se vio de pronto, rubita y regordeta, las manos pegadas al cristal, mirándose. Y comprendió de una manera luciérnaga, como si hubiese brillado un instante un pensamiento lucerito a la orilla del gran río del pensamiento continuo, que tendría que hacerse madre de sí misma para recibir a la Miriam que se había extraviado en el camino de ser y hacer la vida. La niña de arriba le sonrió y sólo entonces se dio cuenta de que su hijo Darío se había despertado y seguramente querría la merienda.

miércoles, 13 de abril de 2011

cerca de tu sueño
he dejado una cajita de almendras
por si almendrabas el hueco
de tu hambre


mi nombre
llave


cerca de la ribera de tu sueño
donde aún hay huellas del pájaro
que no existe
te embebiste
de mi sed


tu soledad
llave

jueves, 7 de abril de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_Cae la lluvia blanca

El patio de la casa era sombrío. Cuando el abuelo, muy joven, compró el terreno, construyó una pérgola de delicados alambres que iban de la pared de la casa hasta el murete, y allí hizo retoñar y trepar una parra de uvas blancas y dulces. La vid, vigorosa, con su silencio vegetal, durante aquellos años había crecido como un techo verde sobre las cabezas de la familia, que en las tardes se sentaban a merendar y a charlar sobre las cosas del día. La fruta era buena, y aunque las abejas y los pajarillos hacían también allí su merienda, aún quedaba para en las tardes tempranas del otoño estirarse a recoger algún racimo, que en la familia se les llamaba los pendientes de la abuela, y colocarlo en el centro de la mesa, junto a un queso y a un porrón de vino joven y fresco. Uvas con queso saben a beso, esta era un dicho que les encantaba repetirse unos a otros, y aprovechaban a dar un bocado y besarse a la vez.

En el patio, largo y asimétrico, la abuela había comenzado una tradición de macetas y jardineras que también trepaban por el muro encalado. Las mujeres de la casa eran enamoradas de las flores, y ahora que la primavera despuntaba Rosalía, la más joven, tenía las manos sucias de tierra mientras plantaba unos bulbos de jacinto blancos, azules y de color fresa.  Trajinaba cerca de la pequeña fuente con pilón donde Darío, uno de sus sobrinos pequeños, había dejado flotando sus juguetes de peces y submarinistas. Rosalía tomó a la muñeca nadadora. Llevaba bikini a rayas blancas y rojas,  unas gafas de buceo con tubo, y en los pies unas aletas verdes fosforito. Dio cuerda a la muñeca y la echó a nadar al pilón. Sus brazos y sus piernas de plástico se movían veloces. Rosalía, soñadora, seguía los avances de la muñeca y se imaginaba ella también braceando en aguas esmeraldas, dando largas y elásticas batidas al agua, avanzando por el placer de avanzar, por la voluptuosidad de sentir el cuerpo libre y desplegado y salvaje y vivo y poderoso. Si este verano conseguía volver a la isla quizás sólo haría eso: buscar la cala más solitaria, sumergirse en agua fría y dejarse abrazar por todo el mar. Necesito cansarme, -se dijo Rosalía- necesito caer rendida por las noches, borracha de vida, borracha de mi propio agotamiento. Rosalía era un ser sedentario, amiga de ensimismarse en sus pensamientos, de contemplar con detenimiento el movimiento de las cosas más lentas, los caracoles, la danza de las hojas cuando las cimbrea el viento, la lentísima marcha de la grieta en la pared. Sin embargo, cada cierto tiempo, necesitaba con avidez sentir los límites de su propia resistencia. Ella decía que en los meses fríos era más una persona planta, con una psique absolutamente misteriosa hasta para ella misma. Pero en los meses cálidos se convertía en persona animal, y el cuerpo reclamaba un espacio y una presencia que a veces se volvía dolorosa, de tan presente. Rosalía se olió las manos negras y húmedas. La primavera también le despertaba estas pulsiones, olerlo todo, como un perro, y a veces envidiaba al pequeño Darío, que aún tenía permiso para llevarse cualquier cosa a la boca y lamerla. Se acordó cuando de pequeña ella comía tierra, cuando chupaba los carbones de la estufa, cuando lamía los hierros del balcón.

Sin mediar aviso un fuerte viento hizo temblar la tarde. En el patio empezó a caer una lluvia blanca, aterciopelada y fragante. El árbol del patio vecino se estaba desflorando sobre la cabeza de Rosalía. Su hermana salió de la cocina con el niño en brazos, y al ver la cabellera de Rosalía nimbada de pétalos rió y le dijo, con una voz que recordaba a un pájaro, Pareces una novia. En ese momento el reloj de la iglesia dio una hora entera y llena de bronce.