Habían anunciado tormenta de nieve para la tarde. Era viernes, y Leire se imaginó un fin de semana en pijama, o mejor desnudos, bajo el grueso cobertor, hablando de los planes para el próximo verano, leyéndose en voz alta los Winter Tales de Isak Dinensen, comiendo a deshoras, dulces y bizcochitos que dejarían sus huellas de migas por entre las sábanas, haciendo el amor y revolviendo los abrazos entre todas esas cosas, largas caricias y besos caracol ascendiendo lentamente por la espalda hasta lograr el escalofrío de placer en la nuca.
Abrió el frigorífico. Presentaba la desolación de dos yogures y una rama de perejil yaciente. Se enfundó las botas y Salió a comprar provisiones. La gente le venía de cara con las narices encendidas, como guindas o como payasos, pensó Leire. Pero las frentes se cerraban en un gesto duro, los ojos lagrimeaban y las bocas se apretaban tensas, quizás en un gesto involuntario por abotonarse contra el frío un poco más.
Mientras esperaba a que el semáforo cambiara a verde, vio a un niño en la otra acera. Tenía a su muñeco muy bien abrigado, lo abrazaba contra su cuerpo. La carita de plástico estaba justo debajo de la cara pecosa del niño. Eran las únicas caras que sonreían en la apretada fila. La pequeña boca se entreabría y dejaba escapar una nube caliente, generosa.
El niño miró a Leire, miró su boca pintada, curvada, descerrajada en una amplia sonrisa, la nubecilla del calor de la sonrisa flotando delante de su cara.
Al cruzarse se dijeron adiós con la mano. Fue una señal mínima, íntima, y con las caras una en dirección de la otra lanzaron una gran bocanada de nube y sintieron el calor fugaz de la felicidad del otro.
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