Hace
tiempo Albert Tola, amigo y compañero en el oficio de las letras, amigo y cómplice
en la pasión por la escritura, me pasó un monólogo titulado El
chico de los dedos rotos. Era un texto compacto y duro y si mal no
recuerdo se ceñía en torno al recuerdo de un hecho muy específico en la vida de
su protagonista. Como Albert y yo nos conocemos desde hace años sé que en él
las obras maduran lentamente. La profundidad de su arte no tiene prisas, sabe
cuando es tiempo para el magma de la escritura, cuánto es el tiempo para el
reposo de lo escrito, cuánto el silencio para que los estratos del texto
cristalicen cada vez más finos, más precisos, más implacables con la dimensión
de lo que quiere contar. Por eso no me extrañó todo ese tiempo de lenta
sedimentación y elaboración de la idea que le obsesionaba y que ha fraguado, al
fin, en un texto al que voy a calificar de maravilloso, porque simplemente lo
es. El alma de aquel primer chico de los dedos rotos ha encarnado de manera
sublime en un texto mucho más complejo titulado Niño Fósil.
Cuando preparábamos las conferencias
que íbamos a dictar el pasado noviembre en Sgae Barcelona sobre el misterio de
la creación y los procesos de la escritura asociados a los procesos del
inconsciente, Albert me habló de la situación que había desencadenado la feliz
metáfora que iba a vertebrar toda la estructura de Niño fósil. En 2011 participó en
calidad de guionista en la película Interfencias de Pablo Zarezeansky –que
ha cosechado premios en distintos festivales- y allí conoció al actor Rodrigo García
Olza. Entre los dos surgió el deseo de elaborar un proyecto conjunto y en 2013
empezaron a reunirse para darle forma. Después de una de aquellas reuniones y
para despejar la cabeza decidieron entrar en el museo del céntrico seminario de
Barcelona que Albert no conocía. Entre bromas, sorpresas y alusiones al Génesis,
deambularon por una sección del museo dedicada a la paleontología y a los fósiles.
Y fue en ese instante cuando cuajó la metáfora que tan arduamente estaban
buscando, el protagonista de la historia era un muchacho y un fósil.
Para mí
el gran acierto de esta imagen, el niño fósil, no es sólo como la explora y
la trabaja su autor, de una manera tan exquisita que el propio lenguaje y lo
que va contando se convierte en estratos de diferente textura, en distintas
capas de la memoria, en distintos paisajes cada vez más al hueso o al corazón
de la voz y el alma de esa voz, también me parece extraordinario que esa
contundente metáfora nunca pierde la riqueza de su naturaleza, nunca se
literaliza en un único sentido. Hacer eso no es nada fácil. Y quizás esa virtud
es la que permite que el sentido emocional del lenguaje cale más hondo dentro del espectador para reconocer el fósil que cada uno de nosotros
llevamos dentro, con su propia historia, con su propio paisaje, con su frío
detenido en una parte de nuestro cuerpo y nuestra mente.
Otro de
los aciertos de este texto, para mí, es el equilibrio de su belleza, una
belleza que adquiere frases de una limpieza que refulge como un chispazo en el
oído y que deja ecos de sentidos que van filtrándose adentro del
espectador. Pero además el lenguaje se modula como un rico tapiz, lleno de ritmo y
musicalidad, donde la cercanía del niño fósil nos apela, cobra ligereza, ironía,
y también sus silencios, que adquieren la solidez de las raíces, los silencios
desde donde se nutre la necesidad de decir. En ese equilibrio, en esa belleza,
hay por encima de todas las cosas falta de artificio, de esteticismo. Todas las
palabras tienen tacto, corazón, y por ello el texto toca a quien lo escucha,
por eso el texto late.
Recuerdo
que era una tarde de sol e íbamos paseando cuando Albert me dijo que había
tomado la decisión de dirigir él mismo el montaje. Me causó tanta alegría como
si me hubiera regalado un collar de diamantes. Durante los largos meses del
proceso de ensayo hablamos en ocasiones de cómo iban las cosas hasta que un día
me dijo, "lo tengo, es mi propuesta, puede que guste o puede que no, pero así es
como yo lo siento y lo cuento". Tengo que destacar que en estos áridos tiempos
de crisis Albert y Rodrigo han hecho la producción desde su bolsillo y desde
sus riquezas, y es que ambos tienen la riqueza de tener talento y de conocer a
profesionales talentosos que se han entusiasmado con el proyecto. Es el más difícil
todavía, de la nada sacamos oro puro. Y la alquimia la han obrado, bajo la
dirección de Albert, María Doménech que se ha encargado de la iluminación, el
espacio escénico y la caracterización, Pablo Zarezeansky en audiovisuales,
Constanza Brnzic en movimiento, Cecilia Ligorio en coach y colaboración a la
dirección, Ignasi Pascual y Jordi Pascual en espacio escénico y por supuesto el
actor Rodrigo García Olza. Además de este equipo artístico el montaje ha
contado con la colaboración de Ana Yael en el diseño gráfico, Alfonso Díez en
asesoramiento técnico, y el apoyo en producción de nuestra manager Montse
Pascual que tanta fe deposita en el trabajo de Albert y en el mío. Después del
estreno, con un vaso de vino y celebrando el esfuerzo y la emoción, María Doménech
me comentaba que había sido fácil y
gratificante trabajar con Albert, un director generoso que escucha y dialoga
con sus colaboradores.
Yo tuve
el privilegio de asistir a la función en el ensayo general del día anterior al
estreno y allí ya me quedé cautivada por la puesta en escena. El collar de
diamantes que sentía que Albert me había regalado con su decisión de dirigir su
texto resplandecía. De todos los montajes que he visto sobre sus otros textos éste
es para mí, sin duda alguna, el que toma todo el aliento del texto y lo alza en
el volumen carnal de la puesta en escena. La propuesta de Niño Fósil hace honor
a la contundencia y la falta de artificio del texto, y en la sencillez
encuentra una radicalidad que nos acerca suavemente a la orilla de las
emociones demasiado grandes, porque las emociones que trabaja el texto son tan
grandes que comportaban un riesgo de destrucción a la hora de traducirlas a lenguaje
escénico. En ese vino de después del estreno hablaba con Cecilia Ligorio (¡cuánto
talento y cuánta generosidad!) y le decía que para mí es un montaje Ying,
usando la terminología de los taoistas, es delicado y a la vez está lleno de
fuerza. Creo que Albert tiene un enorme instinto teatral y sabe muy bien cómo
crear tensiones que dan profundidad y riqueza en la relación entre escena y
espectador. Su sentido de la proporción y de la armonía, innatos en una persona
con su basta cultura musical, hacen que la urdimbre invisible del montaje sea
de un gran clasicismo, sin embargo los elementos tal y como son utilizados nos
hablan contemporáneamente, en una frontera donde lo sacro y lo desacralizado se
tocan y hacen emerger la dimensión espiritual de la pieza.
La noche del estreno coincidimos varios amigos, con los ojos brillantes y el entusiasmo en los labios. Recuerdo que Alfonso Levy me decía que le había impactado ese deseo del fósil que todos hemos sentido alguna vez: volverse piedra para no sentir ya más, pero... pero la piedra se da cuenta de que a pesar de ser piedra no sentir es imposible.
Espero,
deseo y confío en que esta joya tenga larga vida en los escenarios, donde el
buen teatro merece vivir y expandirse.
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