Ayer, de vuelta a casa tras pasar una tarde
memorable en el calor de la amistad y la buena conversación, tomé un libro de
la estantería donde colocamos los libros peregrinos que vienen de la biblioteca
o prestados de otros fondos. De una sola sentada y sin interrupción leí las 157
páginas de Déjame ir, madre, de Helga Schneider. Evidentemente me
impresionó.
Previa a la novela leí la solapa donde se daban
datos biográficos de la autora, a quien yo desconocía. Es la primera vez que leo
en una nota biográfica sobre un escritor como dato relevante un suceso, o
decisión, de la vida de la madre del autor. Es decir, la biografía de la madre
de la escritora se vuelve biografía de la escritora. Esto, quizás, parezca una
tontería, pero a mí me parece monumental. Lo escribo en neutro porque el hecho
en sí ya me da mucho en que pensar, pero voy a precisar que ese dato biográfico
de la madre es que cuando su hija, la escritora, tenía cuatro años, abandonó a
la familia para ingresar en las filas de las SS. nazis (sólo de escribir la
palabra “nazi” ya siento malestar).
Helga, nacida en Polonia, con una infancia entre Berlín
y Austria, optó por un destino italiano. Es más, decidió que Italia se
convirtiera en su patria y el italiano en su lengua adoptiva y su lengua de
trabajo.
Como escritora las relaciones entre el escritor y su
lengua materna son algo que me fascina, me inquieta, me conmueve. De hecho,
gran parte de mi teoría y metodología como profesora de escritura tiene que ver
con ahondar en el lenguaje para encontrar los vínculos absolutamente únicos que
cada persona establece con el Verbo, cómo por adentro del leguaje siempre hay
un “léxico familiar” en palabras de Natalia Ginzsburg, pero más aún, una tensión-relación
con la capacidad de decir y expresar que son una huella digital que contiene la
individuación del escritor y, además y en manera misteriosa, la síntesis de una
potencia de pensar/sentir y obrar/vibrar que es la suma de muchas lenguas vivas
(digo pensar y obrar porque para mí el pensamiento ya es acción, y digo sentir
y vibrar porque para mí el sentimiento es una frecuencia que armoniza la
realidad a su semejanza; y ayunto pensar y sentir “pensar/sentir” en una sola
palabra, porque para mí un buen pensamiento está ligado nuclearmente al
sentimiento, de la misma manera acoplo obrar y vibrar “obrar/vibrar”, porque
una buena acción emite y parte de una correcta vibración).
Así me encuentro a Helga Schneider, escritora que abandona
el alemán, el idioma de su infancia y sus recuerdos, y encuentra el oxígeno del
logos, del sentido, en un idioma desmaternizado.
Lasciami
Andare, Madre, escrito en italiano y publicado en 2001, calculo que
cuando la escritora tiene 64 años, es una ¿novela? compacta donde Helga cuenta
el último encuentro con su madre, de 90 años, en una residencia de ancianos en
Austria. La madre de Helga los había abandonado cuando ella contaba 4 años y su
hermano era un bebé, optando por “ser adiestrada en deshumanización” y
desarrollando una carrera como celadora de diversos campos de concentración,
como Auschwitz, Birkenau, Ravensbrück y otros. En 1971, a raíz de tener un
hijo la propia Helga siente la necesidad de reencontrar a esa madre perdida y
presentarle a su hijo. Ese reencuentro no puede ser más doloroso ni más
decepcionante, la madre se muestra indiferente hacia el nieto y de Helga parece
que sólo quiere que se pruebe su antiguo uniforme de la SS. Esa es toda la
historia en común de estas dos mujeres hasta el último encuentro que narra la
novela.
Hay un momento en que Helga cuenta que tras la
visita de 1971 “…conocí en Bolonia a un compatriota que, como es natural, empezó
a hablarme en alemán. Me bastaron unas cuantas frases para darme cuenta de que
ya no podía hablar en mi idioma de forma correcta y fluida. Aquello me horrorizó.
Fue como darme cuenta de que me habían amputado un miembro del cuerpo sin haber
sentido dolor. Como en la guerra, cuando alguien pierde una pierna y sigue
corriendo hasta que cae, y sólo entonces comprende el motivo por el cual ya no
se mantiene en pie. Ahora, después de cincuenta años (…) me he visto obligada a
recuperar mi idioma. Aunque no ha sido fácil: ha sido como remontar, peldaño a
peldaño y a gatas, una escalera alta y escarpada. Miro a mi madre: tan lejana,
tan desconocida, tan incomprensible, tan irritante. Tan agotadora, por momentos.”
Este momento me estremece. La asociación sólo por
proximidad de lengua y madre. La amputación del lenguaje, la sensación de órgano,
de vitalidad de la lengua, es también la amputación del vínculo del maternaje. La
fisicidad de tener que volver a tener que ponerse a gatas psicológica y
emocionalmente para recuperar el habla, para recuperar la madre, recuperarse a
ella como niña y como ser completo, el esfuerzo desproporcionado entre esa
imagen desvalida de un pequeño cuerpo a gatas y una escalera escarpada,
inespugnable, madreescalerainespugnable,
la asociación inmediata con los adjetivos dedicados a la madre, pero también a
la lengua que nos parió donde se formaron nuestras primeras capacidades de
comprender, aprehender, sentir el mundo: lengua lejana, desconocida,
incomprensible, irritante, agotadora. La lengua que es mi basamento, mi raíz,
es también mi rechazo. (Observo que no puedo dejar de elaborar esta reflexión
en primera persona, ¿ha conseguido Helga romper la ilusión del tú y el yo?)
Este libro, al que todavía estoy rumiando, tiene una
fuerza que nace de la absoluta sinceridad de su autora, de su transparencia y
su valentía. Creo que a María Zambrano le hubiese deslumbrado. Quizás es un
libro que encaja mejor en el concepto de “confesión” tal como lo entendía la
filósofa. Su tragedia es tan honda y las raíces de esa tragedia son tan del ser
que se presenta como un acertijo sin resolución posible.
Escrito en forma magra, sin retórica ni golpes de efecto.
Lo recomiendo encarecidamente. Gracias a Helga por romper las barreras de una
posible mudez, porque ser hija de esa madre podría haberla condenado a una
mudez, y, a pesar de que ese enorme abismo está en el medio de su biografía,
configurándola, ella ha sabido encontrar y escribir con su propia voz. Siento
que Helga redime a muchos con este libro, no es tan solo, como anuncia el
editor, el intento de exorcitar el demonio materno, es también, en mi opinión,
la posibilidad de complección que se da a sí misma y a todos los que como ella
han sido arrollados de manera avasalladora por una Historia.
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