oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

miércoles, 6 de mayo de 2015

Los descansos y los días ibicencos (2)

Entre las rocas, bandadas de peces me saludan. Son muy prudentes, nos miramos a cierta distancia. Los más pequeños casi me dejan atravesar su nube sin grandes aspavientos y huídas. Este agua transparente y gozosa, esta alegría animal. Al salir de la playa ya comienzan los pinos y la laderita con profusión de flores amarillas, lilas, violetas, blancas, rosadas. Me fijo en una de tallo largo y cabeza redonda formada por un montón de pétalos alargados y duros. Mi prima Teresa, bióloga, me enseñó a distinguirla en los largos paseos que dimos por Lores. Es la flor del ajo. Toco con delicadeza los pétalos y me llevo las yemas a la nariz. Sí, he acertado. Arranco dos flores que al final del tallo presentan su pequeño bulbo salvaje. En casa bato dos magníficos huevos verdaderamente ecológicos -un compañero de trabajo se los trae a mi amigo de sus propias gallinas-. Esparzo los pétalos y hago una tortilla preciosa, una obra de arte. La luna, también blanca y rosada, se llena lentamente sobre mi cabeza.

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El domingo por la noche vamos a la Milonga Gaucha a Ibiza. Un rato antes he estado en la orilla de la mar, mirando a la luna llena y su camino brillante como una alfombra mágica cubriendo las aguas. Sobre ese lecho de agua plateada he depositado mi oración y mis lágrimas. Los veo caminar, ascender, entrar en la redonda puerta de la luna. Ya en la entrada de la casa, entre los rosales amarillos encuentro a Ignacio con las llaves del coche en la mano. Me decido de repente y nos vamos juntos a bailar. Yo no sé, por otra parte, bailar tango, pero Marcelo, que es el anfitrión de la milonga, me saca a la pista y camino hacia atrás escuchando el ritmo, apilándome contra su pecho, fluyendo hacia atrás; porque las mujeres en el tango viajan de espaldas. Al finalizar mis compañeras de milonga aseguran que lo he hecho muy bien. Hablamos, comentamos los giros de los danzantes, Cristinne insiste en que vea un vídeo del gran Gabito. También bailamos una chacarera, tres hombres de un lado, tres mujeres de otro, batiendo palmas, acercándonos al centro, alejándonos, volviendo a acercarnos, girando, y el ritmo del folklore me hace reir. Al volver a casa le cuento a Ignacio cómo he disfrutado en cada verano de los viajes nocturnos en coche, ese olor y esa sensación tan inefable del campo nocturno, de los pinos fantasmas apareciéndose y dejando tras de sí un rastro de olor aún caliente por todo el sol que les cayó en el día. La noche de primavera es distinta, pero la emoción está aquí, en el pecho. Al llegar a San Carlos le pido que se desvíe para ver la carabana de Raimundo, donde me alojé el primer verano gracias a la generosidad de mi amigo, y donde él mismo ha vivido tanto tiempo. No vemos nada, claro, porque todo está oscuro, pero con los ojos de la memoria aprovechamos la penumbra para iluminar recuerdos, los caracoles que hacían fila en el murete de piedra, el señor Carlos con el que tuvimos tan linda conversación, y sobre todo Catalina, la madre del hombre que alquilaba la carabana, una mujer muy vieja y encantadora que no había salido de la isla nunca. Ignacio me cuenta que grabó la última conversación que sostuvieron antes de que ella muriese. Está apenado porque no sabe dónde está ahora esa conversación. Yo pienso en todas  las conversaciones memorables que uno tiene en su vida, ¿quedarán inscritas en la banda sonora del aire?, ¿las escuchará de nuevo algún dios en su radio, mientras emprende un viaje hacia la construcción de nuevos universos?

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