3 de febrero de 2021. Fragmento 2.
Tengo una tetera rosa que me
regaló mi tía Lola en uno de los últimos viajes a Madrid en que fui a
visitarlos. Me llevé la tetera rosa, porque alabé la dulzura de sus formas, y
una caja que me había preparado mi tío Julián con un aluvión de programas de
mano teatrales, de cuando eran novios y recién casados intrépidos y además de
todas las exposiciones de arte veían todo el teatro que podían en esa España
que poco a poco quería cambiar. Pensaron que ese tesoro de su juventud podría
tener en mí un acertado custodio, que en algo podría servirme.
Esta mañana en que desayuno
tranquila, con el sol sacando brillos a la delicada porcelana, pienso en la
emoción que despiertan ciertos objetos, en su raíz adentrada en el corazón,
raíz hecha corazón que ya es memoria, pero también vislumbre de otras vidas
misteriosamente alojadas en ese crisol que bombea y da un centro a mi
existencia. El contacto con el objeto tiene el poder de conectar con el pájaro
de la imaginación, y aunque me vuela lejos, conserva en su vuelo de
posibilidades el calor característico que el objeto evoca. La huella de mi tía
Lola siempre está en esa tetera, y al poner el agua caliente dentro, o al fregarla,
la pienso, siento a mi tía con mucho amor, la veo joven, con sus lienzos, con
sus manos largas y expresivas sosteniendo el carboncillo, revivo en mi oído sus
palabras que me han contado anécdotas de su Madrid tan joven, la calle Espoz y Mina
donde nació, y así me parece posible aprehender un mundo que yo no viví,
impregnarme de unos colores que no vieron mis ojos, de largas horas frente al
bastidor, de un buen ramillete caótico de estímulos que me dejan los minutos
empleados en estar con la tetera más preciosos, más vivos, extrañamente fecundos.
Si miro a mi alrededor, en el
pequeño comedor de mi casa, todos los objetos tienen alma. Puede que un día
acabemos, ellos y yo (porque yo ya estoy en ellos), en la basura. Hasta ahora
los he ido arrastrando en todas mis múltiples mudanzas, pero habrá una mudanza
en la que no podré llevármelos. Entiendo que los antiguos depositaran en su
tumba sus objetos más amados. Quién sabe si esas raíces invisibles, tan emotivas
y evocadoras, se desprendan también del sueño de la carne y sigan nutriendo una
planta del todo incomprensible, de la que a veces nos llega la epifanía de su
aroma.
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