La Peregrina vira su rumbo, gira su proa y se mete tierra adentro.
Atraviesa los campos de Castilla, amarillos de girasoles y de pajas secas. Los castellanos tienen el mar arriba, suspendido sobre sus cabezas, en la bóveda celeste, de un azul que parece recién inventado por un dios que sólo conociera los días de la infancia, cuando todo estaba por inventar. Ese marcielo tiene sus olas y espumas, crestas de nubes viajeras que a la tarde el viento desordena hasta hacerlas jirones por donde rayan los últimos dorados y rosas de la luz poniente.
Poco a poco, kilómetro a kilómetro de carretera, el norte nos va atrayendo hacia su voz verde y alta, coronada de picos nevados y de águilas. Las llanuras empiezan a ondularse y a las pequeñas iglesias románicas que se ven en los márgenes de la ruta les crecen espadañas de piedra, en vertical pregunta hacia el cielo. Esas paredes habitadas de nidos huecos, vanos abirtos al reposo de las cuatro campanas, ahora pájaros de bronce en silencio que antes repicaban para llamar al rezo, a muerto, a fiesta, a fuego...latidos hondos de la vida de los pueblos.
Paramos en Perazancas a comprar pan, rosquillas, magdalenas, bizcochos. Las hogazas, redondas y doradas, descansan en una cuna de madera, tapadas con un paño blanco. Hay una mujer anciana de rostro esquisito, de sonrisa tan fresca como una rosa recién abierta. Quién pudiera tallar ese rostro con palabras, poner aquí la escultura viva de todas sus arrugas, caminos que el tiempo transitó, con sus pezuñitas invisibles, hasta ahondar esos surcos, hasta revelar esos huesos, ese brillo pulido de su mirar.
Son esos encuentros fugaces, como un rayo, donde algo del alma del otro se prende en la nuestra.
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