Las luces tiemblan en la ventanilla. Es la lluvia, las atrapa en goterones, las rompe en un calidoscopio enfermo. Yo estoy dentro, en el taxi. A mi lado el profesor Dexter habla y habla. Hace ocho años, en mi primer viaje a esta ciudad, no me hubiera importado la lluvia. Viajaría con las ventanillas completamente bajadas, la cabeza afuera, ávida por recibir toda esta fiesta. Mientras veníamos desde el aeropuerto el crepúsculo caía tan lento como si tuviera miedo de aplastarnos. Nuestro pequeño coche, cucaracha rubia entre las demás cucarachas; mi pequeña vida y su maleta, la noche nos sabe demasiado frágiles frente a su poder. Al cruzar el puente me he esforzado por sentir la vieja emoción, pero no estaba en su sitio, sin duda otra cosa más perdida en este traslado. Sobre el agua ancha del río se reflejaban los párpados artificiales, los semáforos, las farolas, las largas guirnaldas de los faros y de las fachadas de los teatros. Inventamos la luz cuando nos falta el sol, inventamos los faros sobre los escollos del océano, la alegría, la esperanza, son artesanías talladas en la pura necesidad. Creo que no volveré a la casita, lo mejor será ponerla en venta. No sabría ya dar los paseos, seguir los senderos por donde las dos reíamos jugando a bandoleras, llegar al faro viejo, imaginar lo que cantan las sirenas y cantarlo, ella con su voz pequeñita aupada a mi voz de tabaco. Por fin el taxi para en un edificio de ladrillo rojizo. El profesor Dexter se hace cargo de las maletas. Insiste en una melopea de disculpas, monótono, como esta lluvia sin drama ni poesía, agua sucia, aplastando la polución contra las aceras. Estoy demasiado borracha para prestarle atención. Me he estrenado como viajera en primera clase, donde esas chicas te miran tan simpáticas mientras agitan vasitos con hielos de colores. Subimos escaleras hasta un segundo piso. El profesor abre la puerta y entiendo lo que quiere decir, sus lamentos, sus genuflexiones. La casa está vacía. Huele a recién pintada, pero no hay ni un mueble, sólo una cama, con el colchón todavía enfundado en su plástico. Vamos a la cocina, él abre armarios y comprueba, aliviado, que por lo menos hay vajilllas y cazuelas y provisiones en latas y esa extraña robótica tan propia del atrezzo americano. Sobre la encimera unos paquetes envueltos en papel de aluminio. Es comida preparada, solo hay que recalentarla en el microondas. El profesor Dexter, sin embargo, insiste en salir a cenar fuera para celebrar mi venida. Necesitará compañía en su primera noche, me dice. Creo que me mira el pecho. Me excuso. Estoy demasiado cansada. Le pido un cigarrillo. Cuando cierro la puerta tras él no sabría describir su cara, quizás tenga unos ojos, seguramente, todo el mundo los tiene, pero ¿de qué color, qué color puso sobre mi pecho? Me doy cuenta de que tengo los tres primeros botones de la blusa desabrochados, se me ve el sujetador. Los neones de un anuncio entran en el salón tiñendo la penumbra ahora de rojo, ahora de azul, ahora de rojo, ahora de azul. No hay manera de salirse de ese paréntesis. Paseo por la casa, toco las paredes, su franca desnudez. Me siento agradecida de que esté así, vacía, es más verdad. No tengo estómago para quitar la piel de plástico del colchón. Cierro la puerta del dormitorio, hasta querría tener una llave por candarla, candar a esa puerta imprevisible de mis sueños; quizás mi auténtico miedo sea ahora descansar, me parecería una traición.
Me tiendo en el suelo. Ni tan siquiera espero dormir. Fumo, dejo mi aliento en este vacío, espirales azules que en algún punto hacia el techo se quiebran y desaparecen.
¡¡Uau, Hibernia!! Usted me puede... ¡Qué ganitas de fumar!
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