oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

jueves, 27 de enero de 2011

fuga

La mujer de Lot camina por el desierto. Ve la espalda de su marido, su cabeza inclinada hacia delante, pujando contra el viento rojo de arena. Los animales en larga procesión, sus grupas abultadas de serones y sacos donde, apretadas, llevan sus pertenencias. Empaquetaron las cosas lo más deprisa que pudieron. Ella quería llevarse las plantas del patio. Eso es absurdo, dijo Lot. Dentro de la tierra de las macetas estaban enterradas, escondidas, las cenizas de numerosos papelitos que la mujer de Lot había escrito. Era la fuerza de esas palabras quemadas las que habían abonado y dado fuerza a las plantas, las más hermosas y delicadas de Sodoma. Ella cada tarde en el patio interior, en el silencio de la piedra y el agua del pozo, en su pequeño universo mutilado, expandiéndose hacia adentro. La mujer de Lot oía los gritos, empezó a oler la chamusquina, la carne quemada. El hongo de luz que a veces veía en sueños se le apareció otra vez, como un espejismo, bajo el sudor tembloroso de las pestañas. Su marido arreaba a las bestias con voz estridente, como queriendo quedarse sordo de sí mismo. El camino era empinado. Tuvo miedo de lo que encontrarían al final de la cuesta. Los gritos de Sodoma llamaban como las voces de las sirenas, terribles, fascinantes, cautivadores. La mujer de Lot había insistido en regar el patio antes de marchar. Un gesto inútil. El cielo empezó a llenarse de un color imposible, entre humo y sangre. No mires, volvió a gritar Lot sin mirarla. Tiraba de las bridas de los asnos como si los estuviese sacando de un pozo profundo. Gritaba para darse fuerzas. Gritaba para acallar esa hora de espanto. Quizás caminó un día entero. Hasta que se atrevió a pararse. Se paró porque en el desierto había un cactus florecido, con una única, enorme, flor blanca y carnosa. Esa flor le hizo darse cuenta que ahora, en el aire, sólo estaba su voz, rota de tanto imponerse a los ruidos de la masacre. Pero la agonía de los otros ya había acabado, o estaban lo suficientemente lejos. Pensó en arrancarle esa abrupta belleza al cactus y regalársela a su esposa, que tanto amaba a las plantas. Lo hemos conseguido, amor. Dijo. Y se volvió.


3 comentarios:

  1. Espectacular. Me ha llevado al lugar, a los hechos, a los sentimientos. Hermoso, Eva.

    ¡Hasta luego!

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  2. Estupendo relato, Eva, eres una gran contadora de cuentos!

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