oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

lunes, 9 de mayo de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ el postre

Rosalía estaba sentada al sol, en el suelo, entre dos grandes macetas de lavanda. Tenía las piernas desnudas, morenas, estiradas sobre el cemento. Había arrancado algunas cabezas de las flores y se las frotaba contra la piel, rítmicamente, desde la parte exterior de los muslos hacia los tobillos y luego, otra vez hacia arriba, por la cara interior de las pantorrillas. El masaje alivió un poco el cansancio. Sentía el cuerpo entumecido después de tantas horas de avión. Se había recluido en aquel apartadero con el platillo del postre. Últimamente comía muy despacio. Ya habían decaído las conversaciones de la sobremesa y ella seguía con el segundo plato, masticando laboriosamente. Dio su bendición para que todos se fueran a echar la siesta. Su madre quería quedarse a hacerle compañía, que le contase cosas sobre el viaje, aunque claro, si contaba no comía y podía seguir con el guisado hasta la hora de la cena. Al final la dejaron sola en el fresco comedor. Un silencio dulce se posó sobre la casa. Devolvió lo que le quedaba en el plato a la cazuela, tomó un gran trozo de tarta de tiramisú y se fue a hacer la abeja reina, entre las flores del patio. Apoyó el plato sobre el regazo y empezó a comer con parsimonia, se diría que reflexionaba cada cucharada, concentrándose en el magisterio de las papilas gustativas, demorando cada bocado en un desleírse voluptuoso por toda la cavidad de la boca (incluso por las comisuras que ya le estaban dejando bigotitos y huellas de cacao) disfrutando del eco final de los sabores, lamiendo con devoción la cucharilla. Entretenida en esos gozos le sorprendió la música. Una guitarra española cantaba algo cercano, ese eterno deje de pena rasgada y de hora solitaria. No parecía obedecer a los límites de una canción determinada, más bien parecía que había arrancado a hablar un soliloquio eterno, que empezaba y se paraba a capricho, quizás porque las manos mediadoras tenían que ir a resolver otros asuntos.

Rosalía se encaramó al murete buscando el apoyo de varias piedras. Hacia la izquierda, en la esquina con el callejón sin salida, debajo de la gran morera, había un chaval tocando la guitarra. Por el bulto le pareció que no tendría más de quince años. No conseguía distinguir bien su cara, un tanto inclinada sobre el instrumento, pero estaba segura de que no era el hijo de nadie de por allí. Luego pensó que ya hacía un par de años que no vivía en casa de sus padres y que quizás había vecinos nuevos de los que nada sabía. Rosalía era, por lo común, poco comunicativa. Casi nunca tomaba la iniciativa en una conversación. Por eso se sorprendió a sí misma calzándose las sandalias y yendo, con lo que quedaba del tiramisú, a sentarse junto al chico. Avanzaba hacia él que seguía concentrado en las cuerdas del instrumento. Se dio cuenta de que no se había equivocado, era muy joven, puede que ni tuviese quince años. También se dio cuenta, pero vagamente, de que era increíblemente guapo. No le saludó. Simplemente se sentó a su lado, las piernas dobladas encima del banco, a la manera de los indios, y siguió comiendo el pastel, con el mismo lento deleite. Por un lado le parecía adecuado ofrecerle al muchacho, pero no quería que las palabras, las cortesías, interrumpieran la música. Así que el tiempo estaba hecho de azúcar cremosa y deliciosamente acentuada con café y cacao amargo y notas que olían a azahar y un animal vibrante que se desperezaba a su lado. En un momento cazó un generoso trozo de tarta con la cucharilla. Iba a llevárselo a los labios cuando sintió la poderosa mirada de él, así que giró la cabeza. El chico tenía dos vidas, la de las manos, ligera, y la de unos ojos profundos, oscuros y densos, que la miraban de una manera indescifrable pero en los que supo reconocer un toque de guasa. Era difícil sustraerse a esa mirada que desde luego no era la de un crío. El chico abrió la boca. El gesto era tan macho, tan abiertamente provocativo y a la vez tan entregado, tan deseante y expectante que ella le metió la cucharilla con el bocado. Fue algo terriblemente sexual. Y aún quedaba un poco de dulce en el plato. Pero Rosalía sintió un vértigo, una confusión tan honda como si la hubieran zarandeado en medio de un plácido sueño. Se levantó y se fue. El plato de postre se quedó allí, como una prenda o un olvido. Mientras caminaba hacia su casa la música seguía a su espalda y sintió como la escala de las notas se arqueaba en una pregunta, intensa, deliberadamente dura.

Abrió la portezuela del patio. Su hermano Marcos ya se había levantado de la siesta. Quizás ni la había dormido. Tenía grandes ojeras azules y un gesto cansado en la boca. Sabía que mientras ella estaba de viaje a él le habían sucedido muchas cosas. Pero venía tan turbada que esperó no tener que hablar de nada dramático o importante.
         -¿Hay café para mí? – dijo mientras se acercaba a la mesa, debajo de la gran parra.
         - Sí, he hecho la cafetera pequeña, pero no quiero repetir.

Ella fue a buscar una taza a la cocina.
         -¿A dónde has ido por la calle en bragas? – le preguntó Marcos.
         - ¿En bragas? – repitió ella, y se llevó la mano al trasero. Entonces se dio cuenta de que era verdad, no llevaba los pantalones cortos, por cierto, no tenía pantalones cortos, pero ¿dónde tenía la cabeza?- Pensaba que llevaba el biquini.- Mintió para quitarle importancia.
         - Tú eres muy pudorosa, nunca saldrías a la calle en biquini.- Observó su hermano.
         - ¿Has dormido la siesta? –se precipitó a cortar ella.
         - Me he distraído escuchando esa guitarra, toca bien.
         - Es un niño.
- ¿Un niño?

Los dos hablaban sin mirar al otro, cada uno concentrado en el fondo de su taza, dando vueltas y más vueltas con la cucharilla de plata a aquel líquido oscuro, fragante, que parecía centrifugar sus pensamientos hacia un lugar incierto, mientras que en la superficie seguían sus voces, las notas de la guitarra, la cascada del canto de los pájaros.
         -¿Un niño?- volvió a repetir Marcos.
         - Un crío. Lo he visto de lejos.

Se tomaron al fin el café. Pero seguían mirando el fondo de la taza, los posos, el charco sucio sobre la porcelana blanca. Luego Rosalía con una voz de hermana pequeña sorprendida preguntó,
         - ¿Por qué crees que damos vueltas al café si no le ponemos azúcar?

Y siguieron callados un rato más, compartiendo aquella isla de silencio, hasta que los demás despertaron.

2 comentarios:

  1. Maravillosamente erótico... cuánta curiosidad, despierta. Me sigue encantando este silencio.

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