El día era tan ventoso que cuando pasó por el bar “La Alegría ” vio que las macetas con setos de ornamentación estaban volcadas por la acera. Marcos apretó el paso y se metió por la callejuela de las casas bajas, la calle más bonita del mundo en su opinión, donde aún le seguía llegando alguna carta a pesar de que hacía muchos años que ya no vivía allí. Llamó al timbre y escuchó como por adentro de la casa resonaba el campanilleo. Nunca podía dejar de acordarse de su amigo Fernando, la primera vez que vino a merendar y a hacer los deberes una tarde de los siete años; cada vez que sonaban las campanillas de la puerta levantaba la cabeza extasiado.
- En mi casa – se justificó Fernando - el timbre suena feo, una especie de zumbido que taladra los tímpanos, supongo que eso contribuye a que las visitas de mi tía, la muy pesada, me resulten tan insoportables. Yo no sabía que el timbre de una casa podía sonar así de bonito.
- Eso es porque en esta casa viven hadas. Cuando hay hadas, las casas hablan así – le contestó enigmáticamente Marcos.
Fernando entendió lo de las hadas cuando, a la hora del pan con chocolate en el patio, conoció a las tres hermanas de su amigo. Desde ese momento ya no necesitó el estímulo de las campanillas para levantar la cabeza ni para lucir una mirada embelesada.
- ¿Qué será de Fernando? – se preguntó Marcos, volvió apretar el timbre, y mientras esperaba a que alguien abriera rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar el móvil. Tenía ganas de hablar con alguien. Quizás Fer estaba por el barrio y le apetecía quedar a tomar unas cañas. Cuando abrió la tapa del teléfono se dio cuenta de que se había quedado sin batería.
Los minutos pasaron y nadie acudió a la puerta. Marcos tenía la esperanza de que su madre estuviera en casa, trasteando en el patio con sus transplantes de primavera. Como siempre había extraviado las llaves en algún cajón de su lado de la cómoda, y quizás, cuando recogió la ropa, ni se acordó que tenía un juego “por si acaso”. Marcos era muy despistado, y parece que esa era una de las muchas razones que habían acabado por aburrir a su esposa. Se echó a la espalda la pesada mochila roja, la misma que llevaba con quince años a las excursiones y campamentos de verano. Lo más fácil sería entrar por el patio. Así que tuvo que rodear la calle y meterse por el callejón sin salida. Allí se subió al techo del coche de los Esnaola, que desde milenios descansaba allí su sueño sin motor. Aquel SEAT 1500 color banana era una institución en el barrio. Cuando dejó de transportar a la familia Esnaola se convirtió en una prolongación de la habitación de los juegos de todos los críos de por allí. En el SEAT se vivían fogosas persecuciones estáticas de ladrones, se reunían los más crueles espías, se fumaban los primeros cigarrillos robados y después los primeros canutos, y más tarde lo que se robaban era besos, caricias, citas a las cuatro de la madrugada de algún melancólico verano… Luego la señora Esnaola acabó con todo aquello por falta de espacio, convirtiendo aquel coche en un auto trastero donde acumulaba las mantas de invierno que nunca usaría y los numerosos botes de melocotón en almíbar que se obstinaba en producir a finales del verano, y otro sin fin de chucherías, según ella, dignas de conservar. Ahora la Señora Esnaola tenía alzheimer. Se lo habían diagnosticado siendo aún muy joven, con apenas cincuenta años. Su marido había tirado todas las cosas que se apolillaban en el coche, pero por alguna razón, no había podido desprenderse de él. Entonces buscó una excusa, una excentricidad, y transformó el interior del coche en un pequeño museo. Lo limpió, lo retapizó con una tela impermeable, y ordenó en su interior una serie de casitas para pájaros que él mismo se dedicaba a construir. Las ventanillas estaban bajadas, y en muchas ocasiones algunos pequeños pájaros decidían hacer su nidada dentro del coche. En el abierto capó el señor Esnaola colocaba una bañerita de bebé a la que cambiaba el agua cada día, así pues Marcos no se sorprendió de ver, parados allí, en trinado coloquio, un selecto círculo de verderones y zorzales.
Una vez arriba del coche tomó impulso, saltó y se quedó colgando del murete encalado. Pasó las piernas y se dejó caer dentro del patio de los vecinos. Lo encontró desmejorado, monótono, solo plantas de hoja verde oscura, anchas, un poco aburridas, pensó él, nada que ver con la profusión de colores y aromas que cultivaban su madre y hermanas. El gran Laurel lo estaba esperando. Se encaramó a sus ramas, trepó, y volvió a sentir el corazón ligero de sus años más jóvenes, cuando regresaba por las noches un poco alucinado y como siempre olvidadizo de las llaves. Se descolgó por las perfumadas ramas que ya tocaban el patio de sus padres, cuidando de no aplastar el macizo de gladiolos, espléndidamente abiertos y erguidos, como espadas con volantes.
Llevaría diez minutos sentado debajo de la gran parra cuando sintió algo silencioso que pasaba en su pecho. Tenía la forma de unos pasitos menudos, y era contradictorio, porque le hacía sentir bien y mal al mismo tiempo. Respiraba el patio, su silencio, su belleza tranquila agitada por los murmullos del viento, esos ruiditos vegetales de las hojas, las cascarillas que se arremolinaban en las esquinas del patio… se llenaba poco a poco de todo aquello, de aquel encanto detenido, mágico, algo que tenía que ver no sólo con las horas de la infancia jugadas allí, con las confidencias hiladas en las noches claras junto a sus hermanos, sus novias, su esposa. El patio le pareció un ser, alguien lleno de una energía buena, algo hecho de cosas duras, el suelo, la mesa, la fuente, las macetas, todas aquellas fisonomías no humanas y que sin embargo le hacían sentir como adentro de un abrazo. Y se acordó de ese juego del pilla pilla, en que uno toca un sitio convenido y grita “casa”, y ya nadie le puede hacer daño. Y de pronto supo que estaba muy cansado, muy cansado, no sabía dónde había estado corriendo todos esos años, ni por qué. Se sentó al lado de un cesto de mimbre donde se metían los juguetes de los niños. Metió las manos y enredó entre pelotas, cochecitos, marionetas de dedos, muñecos de cuerda para el agua, peluches, canicas, dinosaurios de plástico y de pronto se encontró con una muñeca de su hija. La llamaba Macedonia, porque en el momento en que se la regalaron ella había descubierto la macedonia de frutas de la abuela y la exigía para merendar todos los días. Macedonia estaba bastante despeinada y había perdido un zapato. Marcos sacó de dentro de la mochila una bolsa del supermercado que había improvisado como neceser, buscó su peine, y con mucha paciencia se puso a desenredar aquella melena de un color parecido a su propio pelo, aunque a él, reconoció, si le diesen aquellos tirones, lloraría.
mundo hibernia, mundo sonámbulo : abracadabra, amor de hada
ResponderEliminarTiene mucho silencio. Me enternecen la bañerita de bebés, las casitas de los pájaros, la muñeca "Macedonia" y la reflexión de los tirones del pelo.
ResponderEliminarLa verdad es que esta serie de "escuchar al silencio" me parece muy buena.
Un abrazo
besos, preciosas
ResponderEliminarel viaje en el tiempo fue delicioso!hasta sentí los tirones,cuando me peinaban de pequeña para hacerme una "cola bien alta" o un odiado "moñito".besos!un regalo,Eva!
ResponderEliminar