Miriam tenía frío. Aún así se puso la chaqueta gruesa y vieja de su padre y salió al patio. Su pequeño hijo, Darío, estaba echándose la siesta en la cama de arriba, en la que había sido su habitación de niña. Allí habían dormido las tres hermanas y aún quedaban algunas huellas, la colección de conchas de Rosalía, la reproducción de la foto del beso de Doisneau, algún pijama que nadie se ponía en el fondo de un cajón y muchos pañuelos de batista, bien doblados y planchados, donde aparecían sus nombres bordados en alegres colores junto a mariposas, flores y mariquitas, el regalo invariable de cada primavera de la pobre tía Almudena, que ya murió.
Darío dormía con los brazos abiertos y los puños cerrados su sueño confiado de tres años. Y ella se aburría allí arriba, intentando también dormir porque llevaba desvelada varias noches y se sentía profundamente cansada e irritada. Su madre había insistido en que tomara, junto al postre de bizcocho de manzana, una infusión de valeriana y tila. Habían ido juntas al cuartito de las hierbas, donde su madre, como si fuese el taller de una pequeña bruja, tenía puestas a secar ramilletes de plantas que ella misma recogía en sus excursiones por el campo.
- ¿Por qué no te vienes con nosotros el sábado? – Le había sugerido su madre, mientras arrancaba con delicadeza las flores secas del tilo - Iremos hasta el monasterio de Santa Bárbara, la explanada ya estará alfombrada de amapolas, tráete la cámara, te divertirás.
Ahora, en el patio, mientras pasaba la mano por el verde fresco de los helechos, no podía quitarse de la cabeza el prado de las amapolas.
- Cuando me case, - había anunciado una primavera de sus quince años – quiero hacerlo en la entrada de la ermita de Santa Bárbara, será justo al alba, y todos nos mancharemos los bajos de los vestidos de rocío, y será como casarse sobre una lluvia invertida. Comeremos encima del tejado del monasterio, sobre las tejas rojas y al amparo de las copas de las encinas, que ya estarán tan esponjosas como nubes verdes. Desde el tejado veremos toda la falda de la montaña, como va cayendo en pequeñas terrazas de trigo, y los valles y las casas y las otras montañas tan lejanas y el humo de la gente de arriba, que todavía estará viviendo el final del invierno. Luego, yo y mi desposado os despediremos, bajaréis por la ladera de atrás, cantando las canciones más bonitas. Y yo pasaré mi tarde de bodas en la explanada, en el lecho de las amapolas, una larguísima tarde de amor, rodaremos y rodaremos como olas de amor por la marea verde y roja, aplastaremos todas las flores, las haremos sudar, me contagiaré de su terciopelo efímero y del oscuro botón de su misterio, y cuando venga la luna, la pradera estará destrozada de amor, como si hubiésemos sido gigantes que necesitasen toda esa sangre, todos esos pequeños corazones y corolas, para ascender la escalera de nuestro placer, pues estoy segura que mi placer será altísimo.
Sus hermanas la escuchaban embelesadas, Miriam era la mayor y tenía una singular autoridad sobre todos los miembros de la casa. Su padre le llamaba La Pitia , ¿dónde está mi Pitia?, preguntaba al volver a casa, y también, Señorita Pitia, debería adornarse la cabellera de pámpanos y cascabeles, ceñirse la cintura con rosas y laureles y llevar una pequeñísima mandrágora escondida en el puño izquierdo, aunque insista en llevar vaqueros, no descuide sus atuendos de nigromántica.
Otra primavera, cuando volvían de una de las excursiones deliciosas al prado, Miriam, entre sus amodorradas hermanas, declaró en el asiento de atrás,
- Cuando muera, quiero que me enterréis en la pradera de las amapolas. Sé que tendré que morir en primavera, pues no creo que podría descansar en otro lugar. Tendréis que ser proscritos, criminales, cavar una fosa sin que nadie lo sepa, en el medio del prado, sí, en el medio, para poder recibir todo el sol y toda la luna, toda la lluvia y los pequeños pasos de otras niñas que vendrán a corretear y a reír por allí. No quiero ataúd, ni caja, ni tan siquiera una sábana de lino. Sólo querría llevar mi vestido rojo, sin bragas, sin zapatos. Sólo mi vestido rojo. Ya sé que he crecido y no me cabe, pero cuando muera, veréis, volveré a entrar allí, en mi pequeño reino rojo.
Tenía diecisiete años, y curiosamente, a partir de esa petición, volvió muy pocas veces al prado.
Se arrebujó en la áspera chaqueta de su padre, olía a tabaco y al perfume de su madre. Metió las manos en los bolsillos y encontró un cigarrillo de los que liaba su padre por la noche, para fumárselos durante el día. Solo cuatro, se había prescrito él mismo, moderadamente. Miriam lo encendió, Uno no deja de robarles nunca cosas a los padres, pensó. Se sentó entre las hortensias, todo a su alrededor sesteaba, hasta la brisa parecía el débil ronquido de un niño viento mofletudo, ahíto de vida. ¿Por qué no se había casado en la ermita de Santa Bárbara?, ¿por qué no había tenido una tarde de bodas, íntima y solar? A veces le parecía que había dejado olvidado un objeto precioso en aquel patio, un objeto precioso que era la cascarilla, la concha mudada de su alma. Miriam no entendía por qué para crecer se había tenido que llevar tan terriblemente la contraria.
- Quizás aún lo remedie, -se dijo, y apagó el cigarrillo contra la cal del muro.
Al amparo del silencio y del lento viaje del sol por el cielo, se sentía una hija pródiga, de incógnito, lejana y aún por los caminos de los ladrones y los salteadores, una hija desconocida, y sintió la añoranza del patio interior perdido.
Un destello en los cristales de arriba le hizo alzar la cabeza. Se vio de pronto, rubita y regordeta, las manos pegadas al cristal, mirándose. Y comprendió de una manera luciérnaga, como si hubiese brillado un instante un pensamiento lucerito a la orilla del gran río del pensamiento continuo, que tendría que hacerse madre de sí misma para recibir a la Miriam que se había extraviado en el camino de ser y hacer la vida. La niña de arriba le sonrió y sólo entonces se dio cuenta de que su hijo Darío se había despertado y seguramente querría la merienda.
Eva, me ha gustado mucho. Las reflexiones de Miriam, me han hecho reflexionar.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola querida, siempre un placer sentir tu voz y tu compañía por los barcos de papel
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