Mi querida Peregrina:
seguimos hospedados en la Posada del Almirante Blake. Abril deja sembradas las cunetas de los caminos de unas diminutas flores azules que se abren como estrellas. En nuestros paseos deliciosos me gustaría recoger todas esas estrellitas azules y enredarlas en la cabellera dorada y rojiza de Louise, como si fuesen una constelación sobre un cielo hilado con hilos de oro y fuego. Sin embargo me pone triste la imagen de verlas caer marchitas de su magnífica cabeza. Qué bello sería, por ejemplo, que esas pequeñas flores pudiesen seguir alimentándose del fértil mantillo de las ideas de Louise. Si la energía de su pensamiento corriese como una sutil energía eléctrica por las largas raíces exteriores de sus mechones, capaz de imbricarse a los tallos cortados y restaurando así el ciclo de la vida, estoy seguro de que esas flores silvestres seguirían lozanas todo el día y hasta sobrevivirían más allá del verano y las estaciones más crudas, cuando las heladas del inverno lo arrasan todo. ¡Oh, qué energía la de esta mujer, qué imaginación, qué curiosidad de ardilla! Por supuesto seguimos inmersos en nuestra ocupación detectivesca. Es una especie de gimnasia de la observación y la osadía que nos mantiene divertidos, quizás un poco disparatados en mi opinión. Pero me pliego con gusto a los entusiasmos de Louise. Supongo que porque ella es muy joven y temo que, de no acompañarla en su sentido lúdico de la existencia, acabe por verme como un hombre encantador, atento e inteligente pero… quizás un poco mayor, un poco fruta pasada, aburrida de comer.
Le confieso que, en ocasiones, los años que nos separan me pesan. Es verdad que toda su juventud vibra con las mismas cuerdas, en idéntica armonía a la energía de mi corazón. Eso me hace saber de mi frescura: estoy lleno de mareas y alegrías como las aguas fuertes de la tierra. Pero los espejos, a veces, me dan miedo. Sobre todo en la madrugada, cuando, indefenso, me los topo en una excursión al baño o en un paseo insomne por una habitación en penumbra, y entonces, de imprevisto, su luna, esa luz que de fantasmagórica es demasiado cruda. En estos últimos meses he tenido un par de encontronazos así con los espejos. Primero me he asustado, ¿quién es ese desconocido?, ¿quizás un enemigo, he de ponerme en guardia? Y al levantar las manos para parar un posible golpe, me doy cuenta de que el otro levanta las manos idénticas, con el mismo terror. Y este gesto abre la certeza de la duda: ese desconocido soy yo. Sin embargo no despeja las anteriores preguntas, ¿quién es, enemigo, he de salvaguardarme de él? Porque también ese reflejo encontrado no soy yo. A veces sospecho que es La Muerte disfrazada de mí. Se pone el traje de mi cuerpo, para ver que tal le sienta, como si ya le estuviera tomando las medidas. Ella disfruta su pequeño carnaval a costa mía, se enmascara de mí y luego se esconde en los espejos nocturnos, para asustarme. Y lo peor es que lo consigue.
Usted dirá que todavía soy demasiado joven para toda esta sarta de consideraciones, y tiene razón. No crea que estoy deprimido o incubando una enfermedad. Ahora mismo el sol brilla sobre mi cabeza con todo el júbilo y la fragancia de la primavera, y es quizás, debido a esta fuerza de vida que me ampara, que le puedo confesar mis zonas sombrías. Estoy sentado en la terraza del Café Viena, el más elegante del pueblo. Me regalo con un aperitivo mientras leo los periódicos, contesto a la correspondencia y cotilleo en los ires y venires de las gentes por el bulevar y la plaza. Todo este placer no es sino una tapadera para cumplir una misión que Louise me ha encomendado: tengo que registrar los rostros y averiguar después los nombres de todas las personas que se sienten a hablar con la Mujer del rostro azul (¿se acuerda de la misteriosa patrona de nuestra posada?) Parece que los domingos –hoy es domingo- hace toda su vida social en este Café, y por lo que sabemos ella no es muy popular ni bien recibida entre los paisanos, así que queremos averiguar quienes son los que se sienten obligados a demostrar, en este altar público, sus buenos modales y su deferencia para con ella. Esta importante misión la ejecuto en solitario ya que Louise se halla en otra, de la que solo conozco la tapadera: tomar una sauna y un masaje en los baños del Gran Hotel Miramar, en Chantiny, a veinte kilómetros de nuestro refugio. Una excursión, higiénica en apariencia, para la que tomó un cabriolé muy temprano esta mañana. A la noche, delante de una buena cena, intercambiaremos confidencias.
Entre tanto ha sido un placer este vermut en su compañía, mi querida Peregrina, y brindo otra vez –mi vaso saluda al cielo- por la amistad y porque tenga usted salud y dicha.
Su amigo,
Vizconde Verdemar
Peregrina:
ResponderEliminarMás leo al Vizconde Verdemar y más me asalta la curiosidad... ¿en qué circunstancias se han conocido usted y este señor Vizconde? ¿Habeís sido amantes?.. Me viene algo así como que entre ustedes pudieron haber existido amoríos... eso ronda por el cofre de mis curiosidades. Sé que no es elegante hacerle estas preguntas -y no espero que las conteste, creo que disfruto con esta duda, esta curiosidad algo morbosa o quizás inocente- lo que pasa es que me gusta, por lo menos una vez cada dos meses, perder todo atisbo de elegancia y dar rienda suelta a mis más sombríos gustos por el cotilleo, la falta de buen gusto y la discreción (incluso, durante estos cortos períodos, que duran exactamente un día, puedo llegar a mentir sin ninguna corrección ni arte). Bueno: se ve que hoy comienzo a estar en ese día del mes... así que voy cortando por aquí esta misiva: ya voy sintiendo cómo corren por mi cuerpo las salvajes ganas de mentir y mentir y mentir....
Hasta pronto!
Nastasja Brisky
Mi muy estimada Madame Brisky,
ResponderEliminarcallaré mientras pasan las nubes con esa manera graciosa que tienen de borrar el cielo, como si fueran gomas de borrar el encerado del horizonte. Ser mujer es una de las cosas más complicadas que se ha inventado la naturaleza, y entiendo de sus días y sus ganas y de esa rueda cíclica de las metamorfosis. El placer de mentir es uno de los más gustosos (y si no se sabe controlar peligrosos) y crea momentos de gran solaz y divertimento. Yo tengo varias teorías sobre este arte, y ninguna es puritana se lo aseguro. Quizás las comparta con usted, más no ahora que (y le miento) he de recibir al Príncipe de Gales.
La abraza su
Peregrina