El patio de la casa era sombrío. Cuando el abuelo, muy joven, compró el terreno, construyó una pérgola de delicados alambres que iban de la pared de la casa hasta el murete, y allí hizo retoñar y trepar una parra de uvas blancas y dulces. La vid, vigorosa, con su silencio vegetal, durante aquellos años había crecido como un techo verde sobre las cabezas de la familia, que en las tardes se sentaban a merendar y a charlar sobre las cosas del día. La fruta era buena, y aunque las abejas y los pajarillos hacían también allí su merienda, aún quedaba para en las tardes tempranas del otoño estirarse a recoger algún racimo, que en la familia se les llamaba los pendientes de la abuela, y colocarlo en el centro de la mesa, junto a un queso y a un porrón de vino joven y fresco. Uvas con queso saben a beso, esta era un dicho que les encantaba repetirse unos a otros, y aprovechaban a dar un bocado y besarse a la vez.
En el patio, largo y asimétrico, la abuela había comenzado una tradición de macetas y jardineras que también trepaban por el muro encalado. Las mujeres de la casa eran enamoradas de las flores, y ahora que la primavera despuntaba Rosalía, la más joven, tenía las manos sucias de tierra mientras plantaba unos bulbos de jacinto blancos, azules y de color fresa. Trajinaba cerca de la pequeña fuente con pilón donde Darío, uno de sus sobrinos pequeños, había dejado flotando sus juguetes de peces y submarinistas. Rosalía tomó a la muñeca nadadora. Llevaba bikini a rayas blancas y rojas, unas gafas de buceo con tubo, y en los pies unas aletas verdes fosforito. Dio cuerda a la muñeca y la echó a nadar al pilón. Sus brazos y sus piernas de plástico se movían veloces. Rosalía, soñadora, seguía los avances de la muñeca y se imaginaba ella también braceando en aguas esmeraldas, dando largas y elásticas batidas al agua, avanzando por el placer de avanzar, por la voluptuosidad de sentir el cuerpo libre y desplegado y salvaje y vivo y poderoso. Si este verano conseguía volver a la isla quizás sólo haría eso: buscar la cala más solitaria, sumergirse en agua fría y dejarse abrazar por todo el mar. Necesito cansarme, -se dijo Rosalía- necesito caer rendida por las noches, borracha de vida, borracha de mi propio agotamiento. Rosalía era un ser sedentario, amiga de ensimismarse en sus pensamientos, de contemplar con detenimiento el movimiento de las cosas más lentas, los caracoles, la danza de las hojas cuando las cimbrea el viento, la lentísima marcha de la grieta en la pared. Sin embargo, cada cierto tiempo, necesitaba con avidez sentir los límites de su propia resistencia. Ella decía que en los meses fríos era más una persona planta, con una psique absolutamente misteriosa hasta para ella misma. Pero en los meses cálidos se convertía en persona animal, y el cuerpo reclamaba un espacio y una presencia que a veces se volvía dolorosa, de tan presente. Rosalía se olió las manos negras y húmedas. La primavera también le despertaba estas pulsiones, olerlo todo, como un perro, y a veces envidiaba al pequeño Darío, que aún tenía permiso para llevarse cualquier cosa a la boca y lamerla. Se acordó cuando de pequeña ella comía tierra, cuando chupaba los carbones de la estufa, cuando lamía los hierros del balcón.
Sin mediar aviso un fuerte viento hizo temblar la tarde. En el patio empezó a caer una lluvia blanca, aterciopelada y fragante. El árbol del patio vecino se estaba desflorando sobre la cabeza de Rosalía. Su hermana salió de la cocina con el niño en brazos, y al ver la cabellera de Rosalía nimbada de pétalos rió y le dijo, con una voz que recordaba a un pájaro, Pareces una novia. En ese momento el reloj de la iglesia dio una hora entera y llena de bronce.
¡Qué precioso, Eva! He disfrutado mucho leyéndolo. Es un texto cargado de estímulos.
ResponderEliminarY también de frescura.
Saludos en racimo para ti.