oración

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del corazón

lunes, 2 de mayo de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ la noche de emma

         Emma escuchó al perro. Le pareció que ladraba muy lejos, había como capas de niebla y algodón entre ellos. Después le pareció que aquel estertor quizás era alguien con mucha tos que se estaba muriendo, su abuelo le sonrió, Sultán ladró dentro de su oído y arañó la puerta, ella fue a abrirla, se despertó. Su marido dormía tranquilamente, boca arriba; un suave ronquido acompañaba la curva de su pecho, arriba y abajo. El perro seguía ladrando en algún punto de la calle. No era un perro del barrio, de eso estaba segura. Se acercó a la ventana. El farolillo que dejaban encendido en el patio iluminaba el gran magnolio y las flores, como de nata de novia, que se habían abierto hacía poco. Se puso la bata japonesa y bajó, con mucho sigilo, las escaleras. En el salón la televisión seguía encendida, muda. Las imágenes se sucedían como el parpadeo de un ojo alucinado. Vio a su hijo Marcos estirado en el sofá, dormido. Le habían preparado su habitación de niño, pero por alguna razón no había querido subir, quizás, a pesar de haber dejado su propia casa, se resistía a volver a la de sus padres. Incluso había relegado su mochila roja al rincón más oscuro del recibidor.
Al regresar a última hora de la tarde se lo habían encontrado en el patio. Había entrado colándose por lo de los vecinos, como cuando era adolescente. Hacía tiempo que ninguno de sus hijos dormía en casa. Ahora era el turno de los nietos, las siestas, las semanas de vacaciones que pasaban con los abuelos mientras los jóvenes padres revivían en soledad su pasión de parejas. Desde la cocina encendieron las luces del patio y entonces vieron a Marcos, debajo del emparrado, jugando con una muñeca. Pidió café, habló de unos pájaros que había visto beber en el capó del SEAT de los Esnaola, y después dijo que él y Valeria se iban a separar. Lo dijo con ligereza, con aquella manera que tenía de decir las cosas, como si no tuvieran importancia, me voy a la India, dejo de estudiar ingeniería, estoy viviendo con una chica, el viernes me operan de un quiste, dicen que es benigno, voy a ser padre, me separo. Todo venía dicho con ese aire de pequeña broma. Apagó la televisión y miró a su hijo, su cara, el gesto ceñudo que la ensombrecía, sus dedos crispados sobre algo, la muñeca, y entonces se dio cuenta de que era Macedonia, la muñeca de la hija de Marcos.

Otra vez el perro, mordiendo el silencio, esta vez más cerca. Se asomó a la ventana del recibidor. Las farolas iluminaban con su lluvia de haces anaranjados charcos de luz, vacíos. Abrió la puerta de casa. Salió a la calle en zapatillas. Nunca lo había hecho, su abuelo decía que salir a la calle en zapatillas es cosa de paletos. Le parecía que esa noche había soñado con su abuelo y con su gran danés, Sultán. Cuando era pequeña venían a visitar a los abuelos a esta casa, y ella jugaba con Sultán en el patio y aprendía de su abuela cómo cuidar las flores. Entonces la casa sólo tenía una planta y casi todo el terreno de afuera se utilizaba para huerto. Sólo una pequeña parcela para cultivar la gran pasión de su abuela, las rosas.
Paseó la calle arriba y abajo, el aire estaba fresco del verdor de los jardines. Una gran rosa se abría, delante de ella, de un color rosa encarnado, como un corazón demasiado exuberante para no tomarlo entre las manos. Cortó el tallo con delicadeza y mentalmente pidió perdón al rosal y a la señora Seoane, a quien se la estaba robando. Cuando era joven llevaba flores en el pelo. Enterró la cara en los suaves pétalos. ¿Dónde estaban todas aquellas horas que ella pasaba a solas, a escondidas, viviendo sus gestos íntimos, sus cafés solitarios, sus vagabundeos, su diario de muchacha, esos minutos lentos que se llenaban con sus sueños, sus ganas que la empujaban libre por la ciudad? Una sombra caliente la rozó. Abrió los ojos. El perro la miraba, las orejas gachas, el cuerpo preparado por si tenía que salir corriendo. Ella le habló con palabras amables. Pronto el animal se dejó acariciar. Llevaba un collar donde se leía Rita y un número de teléfono. Emma le abrió las puertas del patio. Se sentaron las tres, ella, la perra y la flor, al lado de la fuente. Rita bebía a grandes lengüetazos. La luna seguía creciendo allí arriba. El cuerpo de la rosa desbordaba las manos de Emma. Un pájaro cantó sobre sus cabezas. Rita levantó las orejas y Emma le tranquilizó. Es un ruiseñor, le dijo. Y siguieron juntas escuchando el fluido de la noche.

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