oración

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del corazón

viernes, 20 de mayo de 2011

algunas maneras de escuchar el silencio_ otra vez domingo

Hacía una semana que Rosalía había regresado de su viaje. Volvía a ser domingo, un día caliente y espeso. Era todavía temprano y en el parque no paseba casi nadie. Las pelusas de los chopos caían semejando una nieve vegetal, todo el suelo estaba blando y como leproso. Miriam y Darío bajaban por la cuestecita, recién desayunados. Iban cantando una canción. Darío se emocionó con las pelusas, intentaba cogerlas, corría de un lado al otro. Había pedido que le pusieran su camiseta favorita, a rayas azules y verdes, y estaba muy contento. El teléfono móvil de Miriam empezó a silbar una cancioncilla de ragtime, miró en la pantalla y vio que era su hermana pequeña. Le sorprendió que estuviera “operativa” a esas horas, por lo general Rosalía era de larguísimos despertares.
        
- Hola guapa, buenos días.
- En realidad no muy buenos, tengo un problema. Me echan de casa.
- ¿Quién?
- Mis compañeros de piso.
- ¿Por qué?
- Es largo y tendido. Y además tengo que irme, no quiero quedarme ni un minuto más aquí. Estoy recogiendo mis cosas. ¿Puedes venir a buscarme?
- Pero ¿a dónde vas a ir?
- Si no puedes no te preocupes.
- ¿Estás segura de que quieres irte, no vas a pelear? El piso lo encontraste tú.
- Me importa un huevo. En tres horas lo tengo todo recogido.
- Iré con Gregory.
- Preferiría que vinieses tú sola. ¿Vais a ir a comer donde los papás?
- Los papás se han ido de excursión.
- Mejor.


Acordaron que Rosalía la volvería a llamar media hora antes de estar lista. Miriam vio la pequeña figura de su hijo, exultante de placer, los brazos alzados, la risa como el trino de un pajarito locuaz, corría, botaba, cada vez más pequeño, en fuga por la ribera de los chopos. Quiso gritarle que no se alejara tanto, pero no encontró las fuerzas o las palabras. Se le atropellaron algunos pensamientos, como que para el traslado quizás sería mejor pedirle a su marido la furgoneta del trabajo, aunque eso implicaba ir hasta el garaje en el centro, claro que si la acompañaban en coche hasta allí podrían tomarse los tres juntos una de esas copas de helado que tanto le gustaban a Darío. Y se vio a los tres, alrededor de la redonda mesa de mármol rosada, con la enorme copa y las tres cucharillas, las bocas sucias de chocolate, fresa y nata, Darío de rodillas en la silla, Gregory quitándoles el helado de sus cucharillas y ellos dos protestando con grandes gritos, a pesar de las miradas desaprobatorias de los clientes. Así educan al niño, seguro que era el comentario más popular entre las viejas cotorras que iban a tomarse su horchata después de misa. De pronto vio el puntito luminoso de Darío corriendo hacia ella, le abrió los brazos. Traía las manos llenas de pelusa. Las dejaron como un nidito sobre una piedra plana. Por si los pájaros, dijo Darío.




         Hacía una semana que su hija Rosalía había regresado de viaje. Y hacía trece días que su hijo Marcos se había separado de su mujer y dormía en el sofá del salón. Su esposa le había preparado su habitación de niño, sábanas limpias, un florero con flores frescas, claveles blancos de los del patio, esos pequeños detalles que ella cuidaba sin poner peso en ellos. Pero por alguna razón Marcos insistía en que ese mismo día se marcharía, ya vería dónde, a una pensión, a casa de unos amigos, que no merecía la pena deshacer la mochila, entrar en aquellas sábanas frescas. Y luego, invariablemente, se hacía la noche. Cenaba con ellos y después se quedaba mirando la televisión, le daban las buenas noches, y él poco a poco se inclinaba, vencido por la modorra, hasta que finalmente se estiraba y mal dormía. Su mujer le insistía en que no había que hablar en serio con él. Déjalo, le decía, deja que se sienta cómodo y libre de hacer lo que quiera.

         Hacía una semana que Rosalía desplegó todos aquellos paquetes envueltos en papel de regalo. Las risas, las preguntas, las anécdotas del viaje. Desde entonces no se habían vuelto a reunir todos juntos. Hoy volvía a ser domingo y el cielo brillaba sin una sola nube. Marcos dijo que ese día lo pasaría con su hija pequeña,
- Quiero llevarle a comer fuera, luego iremos a ver el circo.

Esteban entonces convenció a su mujer de que dijesen a todos que el domingo se iban de excursión.
- ¿Pero a dónde quieres que vayamos? –Preguntó ella.
- No, si lo que quiero es quedarme en casa, pero no tengo ganas de que se aparezcan. Últimamente no hacen más que auto invitarse. Me gustaría pasar el domingo en casa, a solas contigo.
- Y con Rita. –Puntualizó ella.
- ¡Ah, sí! Rita…

También hacía trece días, trece noches para ser más justos, que su mujer había encontrado a aquella perra en la calle. En el teléfono grabado en la chapa no contestaba nadie.

Emma trasteaba en la cocina. Él había salido al patio, con un libro de viajes de Paul Bowles, Cabezas verdes, manos azules. A diferencia de sus hijos Esteban era un viajero de asiento. Nunca había necesitado ir a países lejanos. Todos los años se iba solo a la pequeña casa que heredó en los montes de Palencia. Los demás compraban billetes y mapas y reservaban hoteles y le preguntaban cosas, que les recomendase lecturas porque, sorprendentemente era un gran conocedor de literatura de viajes. Abrió el libro por la marca que había puesto, un sobre de azúcar robado en algún bar. Leyó el título del capítulo que le tocaba iniciar, No hay que ser demasiado musulmán. Después le vino Marcos a la cabeza y ya no pudo leer nada. El libro le sirvió como una especie de escudo para adentrarse en su pensamiento. Lo que más le apenaba era en qué medida él, como padre, había contribuido en los fracasos de su hijo. “Y tu estirpe será maldita hasta nueve generaciones”. Aquellas terribles palabras de la Biblia se le habían quedado dolorosamente marcadas desde niño. Su mujer asomó la cabeza por la ventana de la cocina y lo llamó. Él dio un respingo y salió otra vez a la página escrita, a la luz del sol sobre aquellas palabras detenidas, No hay que ser demasiado…



         - Hoy hace una semana que volvió Rosalía. Parecía contenta.

         Emma y Esteban hablaban en susurros, ella en el hueco del brazo de él, los dos tendidos en la cama, desnudos, acababan de hacer el amor. El aire del mediodía entraba cargado de perfume de rosas y movía con suavidad los visillos. Habían echado un poco la persiana para que la habitación se mantuviese en penumbra. A Emma le gustaba pensar que era una habitación de hotel, siempre desconocida, y a Esteban le reconfortaba saber que era su territorio, un pequeño cuadrado de espacio cerrado e inmutable.

         - ¿No crees que les está pasando algo a nuestros hijos? Últimamente vienen mucho por aquí.
         - No sé, como siempre. – Y Emma se encogió levemente de hombros y después acarició el ancho pecho de su hombre, enredándose en el vello.
         - Como siempre no. Yo los veo… raros, como sin norte.
         - ¿No será que me quieres sólo para ti, viejo verde? –Rió ella.

         Él aprovechó para besarla, reirla, lamerla, volcarse encima de ella, buscar el olor de su garganta y sus pechos cuando, de repente, sintieron el débil chirrido de la puerta del patio y unas voces. Se quedaron helados. En ráfagas, junto al vahído de las rosas, les llegaba la clara voz de Miriam y la apagada y hundida de Rosalía. Se levantaron y espiaron por la ventana. Rosalía se sentaba al lado de la fuente y se mojaba la cara. Su hermana se sentó al lado y le acarició la larga melena. Los padres, desnudos, agachados, asomaban apenas la nariz. Se miraron confusos, les parecía que el espionaje era la única opción posible.

         - ¿Y si bajamos a la cocina? Se oirá mejor. – Dijo Esteban
         - A la cocina seguro que acaban entrando. Pero aquí no se atreverán.

         En ese momento Rita entró en el dormitorio meneando la cola. La hicieron cómplice con muchos shhhhh y otros gestos pintorescos, luego cerraron la puerta. Esteban puso las almohadas en el suelo para estar más cómodos. Emma sirvió dos copas de champaña de la botella que había subido. Qué cosas tan raras tiene la vida, suspiró.



3 comentarios:

  1. Me encanta esta escena: los dos escondidos en su habitación, como adolescentes traviesos. También me gusta lo bien provista que está esta habitación y su preciosa cita amorosa.
    He disfrutado mucho de esta lectura.
    Un abrazo!

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  2. qué bueno, me alegro de haber pasado un buen rato juntas

    dos abrazos!!

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  3. qué bueno el olor de la gerganta y todo el amor carnal adulto y simpre adolesciendo .en éste caso de intimidad.besotes. disculpen ambas dos ...hace días que no paseaba por vuestros blogs ,gracias por existir!

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