oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

martes, 3 de mayo de 2011

LAS CARTAS FRANCESAS_ de Peregrina al Vizconde Verdemar_

Mi querido Vizconde,

He salido a pasear con mi pequeño bolso de lunares. Es un bolso redondo, como una fruta, de asas cortas. Dentro llevo algunas cosas curiosas, entre ellas unas cuartillas en blanco y un sobre con sus señas. Ahora le escribo desde un pequeño bar, le invito a lo que quiera, yo tomaré una copa de vino blanco, frío, y ese canapé de bacalao crudo, gracias.

Me gustan las barras de los bares. Hace años viví en una pequeña ciudad portuaria, en Japón. No tenía mucho que hacer allí, era la amante de un hombre rico muy ocupado. Yo estudiaba el idioma, tomaba clases de cerámica, de caligrafía, de ikebana, y paseaba y paseaba. Un día descubrí un pequeño bar al que me aficioné. Estaba cerca del puerto, había que bajar unas escaleras para entrar y ya dentro las ventanas quedaban altas, de esas que se les dice medianeras, sólo se veían los pies de la gente yendo de un lado para otro. Por algún motivo disfrutaba sentándome en aquella barra y observando los zapatos infatigables. Como hacía frío pedía sake caliente y comida, tenían platos sabrosos, variados, caseros, muy extraños para mí, los pedía señalando con el dedo, sopas, aliños de algas, tajos de pescado crudo, todo lo probaba con el mayor de los entusiasmos a vece sin saber descifrar lo que era. Y mientras bebía mi jarrita de sake a sorbos espaciados meditaba sobre todos aquellos pies por encima de mi cabeza. Casi siempre a la misma hora pasaban unos zapatos lentos, de tacón cuadrado, blancos y anchos. Yo imaginaba a la señora que los llevaba puestos, a dónde iba, y por qué había adquirido ese paso tan lento, y también pensaba en qué le aguardaba a la hora de descalzarse, qué hogar, qué habitación donde descansar de su andadura por la vida tumultuosa de la calle. Todos aquellos pies me hacían pensar en los caminos invisibles que vamos trazando, paso a paso, y que constituyen el verdadero mapa de viaje de nuestra existencia. Llevaba conmigo un cuaderno, como llevo ahora este, allí hablaba mis cosas, porque no tenía a nadie más con quien hablar. Pero una tarde también empecé a dibujar. Dibujaba esos zapatos, los copiaba, y luego también los inventaba, nuevas formas para abrigar los pies. Compré una caja de colores, los pintaba, estampaba flores, los señalaba con una flecha y al lado indicaba el material con el que había que fabricarlos. Así inventé varios zapatos vegetales, recuerdo unos hechos de corteza, liquen y musgo. Supongo que cumplí la vieja fantasía de todo árbol, tener unas raíces móviles.

Había un hombre joven que también iba a esa cantina. Llegaba después que yo. Traía un maletín gigante, color ciruela. También bebía sake. No se sentaba en la barra, prefería ocupar una mesa, enfrente, debajo de las altas ventanas. Cuando yo me ensimismaba en el cuaderno él me miraba las piernas.

En aquel lugar me sentía como en casa. Me gustaba especialmente cuando llovía. Los zapatos entonces corrían, a pequeños saltos de pájaro los de las mujeres, era divertido, yo me reía, sola, creo que bebía bastante todas aquellas noches. Un día el hombre de la cartera color ciruela se sentó en la barra, a mi lado, y pidió la misma comida que yo. Me preguntó algo en inglés. Yo intenté contestarle en japonés, pero no había aprendido lo suficiente, creo que dije algo horrible. En cualquier caso descubrimos que nos gustaba más compartir el silencio. Es curioso como se puede llegar a recordar con tanta intensidad el silencio que has compartido con alguien.

Fueron unos meses extraños. No me encontraba mal allí. Me encantaban las clases, el barro, mancharme los dedos de tinta, los paseos inagotables, el mar del Japón, y aquel bar. Era una encrucijada rara, un balancín, lo mismo podía ir hacia un lugar que hacia otro. No tenía planes, no quería nada, y si quería no sabía el qué.

Los fines de semana se los dedicaba a mi amante. Me llevaba a los balnearios de la zona, a los refugios de la nieve alta, a las posadas donde habían pernoctado los maestros peregrinos de la vía del haikú. Eran viajes apasionados, recuerdo con precisión todos aquellos hoteles y albergues, sus farolillos, su olor, aquellos futones que se desenrollaban para acoger el amor de la noche y los cuerpos. Pero por alguna razón siempre me sentía muy feliz la mañana del lunes, cuando las horas pasaban despacio y azules y caligrafiadas con delicadeza hasta que llegaba ese momento en que yo me anclaba, otra vez, a la barra del pequeño bar, señalaba con el dedo una marmita de comida, abría mi cuaderno de arroz.

Un día, a punto de entrar en el bar, se me enganchó el tacón de los zapatos en una rejilla y se rompió. Quedé coja. Me había retrasado no me acuerdo por qué. Avancé hacia una de las ventanas. Desde la calle se las veía a ras del suelo, zócalos de vidrio. Me incliné y vi al hombre joven de la cartera color ciruela acodado en la barra, al lado del sitio que ya era mío. Llevaba un traje color castaño. Era un hombre muy guapo. En aquel momento tenía una sonrisa fija, ensimismada, en los labios.

Me fui cojeando. Hice mi maleta. Tenía que tomar un tren de tres horas para llegar a Tokio. En aquellas horas de ir de un lugar para otro no encontré una zapatería, creo que no quise encontrarla. Me fui de Japón cojeando.

Una amiga francesa cotilleó mis dibujos de zapatos, dijo que eran buenos diseños, y lió a su empresa para que fabricaran una línea con mis ideas. A mí todo aquello me daba mucha risa, y a veces, mientras escribía con el dedo sobre los cristales empañados de París me decía que, después de todo, aquellos meses de mi vida no habían sido del todo improductivos.

¿Otro vino blanco, Vizconde?

Su Peregrina.

2 comentarios:

  1. Hermosa Peregrina:

    Realmente es un placer, para mí, poder leer esta correspondencia tan íntima, entre usted y el vizconde. Pienso que más que placer, es un privilegio. Soy una hacker de epístolas. Es un vicio antiguo, que no pienso enmendar.

    Estas últimas letras suyas me han llevado lejos, de viaje a otro momento de mi vida: yo también viví en Japón, en dos temporadas de varios meses cada una de ellas. Viajé a este país tan especial, en compañía de una orquesta de tango. Éramos músicos de oficio.En la orquesta, a veces me tocaba cantar y siempre tocaba el violín. Fue una buena época de mi vida. Era muy joven y aventurera. Por lo que fuera, aprendí a enamorarme de Japón, un lugar que me fue ganando de a poco. No llegué a tener ningún amante japonés -ni de otros lares, se diría que los míos, eran viajes castos-, sin embargo, tuve un maravilloso juego de erotismo refinado con un hombre de allí, del que nunca supe el nombre. Y este erotismo solo se reflejaba en nuestras miradas. Bellos recuerdos, mi buena peregrina... muy bellos. ¿Qué será de la vida de ese hombre tan hermoso? Muchas veces me descubro haciéndome esta pregunta... El amor, es un juego divino, que adopta formas maravillosas.

    Con amor su amiga suya de usted

    Nastasja Brisky

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  2. Peregrina,

    Aquí tienes a una nueva y rendida admiradora de tu correspondencia francesa, con todas sus lecturas y sus viajes y sus cuadernos. Preciosas reflexiones zapateadas, las de esta última carta.

    Besos,

    Pepa

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