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del corazón

sábado, 30 de octubre de 2010

EL BALNEARIO -cuento por habitaciones-


En el balneario hay jarrones de cristal tallado, y todas las mañanas las flores pasan la inspección de unos ojos ligeramente miopes, los ojos grises y con ligera borrasca de madame Filomena. Ella es dueña del destino de las flores, ya las cortó en el jardín, ya las plantó hace mucho, hace tanto, cuando madame Filomena vivía oscuramente repartida entre las sangres de su madre y de su padre, ambos crecidos en el balneario, en la certeza del balneario, milenario, donde los tatarabuelos ya jugaban a ser dioses frente a las flores y también los animales un poco tontos, llamados por ejemplo patos, gallinas, ocas y gansos, cosas con plumas y quizá menos patas de las debidas, gallinas cojas, o Ángel, el chico que las alimenta, que las mata, que recoge los huevos. Los huevos siempre han sido de primera calidad en el balneario. Y siempre ha habido un hijo de Ángel llamado Ángel, y los animales dejan siempre sus secuelas vivas cuando tienen que someterse a la mesa con cubiertos de plata, a las siempre puntuales horas de las sopas y los segundos platos. Siempre, palabra serpiente, diosa fundadora de las piedras que han vertebrado el balneario.

Los lunes, a las primeras horas del alba, es costumbre que todas las flores se hayan marchitado. No pueden superar la delgada barrera de un nuevo día, cuando ese día es el anuncio de un ciclo de siete. Se ve que se agotan de sólo pensarlo. Ya lo sabe madame Filomena que hay pensamientos que matan. Por eso ella procura que no, que a ella no le pase eso de pensar,  mejor ampararse en la palabra heredada, siempre es una buena tutora, la deja hacer por las habitaciones de su cabeza.

También hay rutinas blancas, como cambiar todos los días los manteles y servilletas, las sábanas, las fundas de las almohadas, las toallas y los jabones.

En los platos revolotean pájaros estáticos, y en las tazas filamentos de oro y delicadas hojas esmeriladas. Las ventanas dan a los jardines y los jardines dan a la nada y también a una carretera que suele estar amarilla de trigos unas veces y girasoles otras, y quizá también, cunetas con lavandas y jaramaguillos, y pequeñas acequias por donde hacen sus nidos los zorzales que son muchos y las golondrinas que son menos. A veces salen ramas con espina, sin flor ni fruto, que no sirven ni hacen bonito. Nadie las corta porque las horas están llenas de cosas importantes, y los que vienen a descansar nunca salen al camino amarillo, no les enternece saber que pueden irse hacia la aldea. Total, al fondo del huerto de las rosas, hay una pequeña ermita con virgen negra y perlada donde puede ir a rezar cada uno sus cosas, y por las noches conciertos de piano y hasta mandolina, y naipes, romances, teléfonos con voces distantes, paraguas y manoplas, mantas de viaje a cuadros para viajar por el jardín sentado en un banco y sin coger frío, hay una sala con libros y hojas en blanco con el membrete del balneario.

Los espejos son muchos, y reflejan personas delicadas y objetos que casi se están desmayando. Por un secreto acuerdo de saberse pulcros y agotados, las mujeres son damas, y si son demasiado jóvenes, señoritas, y si son escandalosamente jóvenes, nenúfares o niñas, no se las nombra, y todas se adecentan en colores claros y linos, en crudos y huesos, en marfiles, mataron a sus elefantas interiores, ni un gramo de más de gordura ni de cordura. Todas han de comer pescado aliñado con limón y hablar de música, pero sin excesos, sin arpegios corales ni crescendos, todo tibio y de cámara, se espera de ellas que sean hermosos vasos de leche y que no se derramen. Hasta las muy jóvenes, las insoportablemente jóvenes, nenúfares, avecillas o niñas, han de llorar sin grito. Los hombres sin embargo, pueden desahogarse a escondidas, eso sí, durante las horas nocturnas, en ciertas esquinas de la tapia del huerto, frotarse contra la hiedra y las camelias, derramar sus tibiezas varoniles, sus entrañas acuosas, y gritar hasta confundirse con el demonio que ronda la noche. Pero no está bien que se metan entre las sábanas de las mujeres, las llamadas damas o señoritas, pretendiendo cuerpos que están cansados, y menos aún, muy menos aún, eso de encapricharse con los tactos aún no florecidos de las inconvenientemente jóvenes, nenúfares, caracolillos, niñas, no.

Nunca existen hombres menores de 15 años. Es una ley primigenia en este universo. Por eso hay ciertas madres que deben abandonar su pasado, sus recuerdos más inmediatos. Se les permite que antes de la merienda llamen por teléfono a distancias atroces y hablen con ciertas realidades, incluso pueden comentar un poquito con otras madres comprensivas de esos pecados, de esas malas suertes que con sólo cumplir años dejarán de ser un estorbo.

Las aguas son amargas y buenas para el hígado. Todos allí tienen un hígado poco conveniente, un amarillo fatal en los ojos, un sabor asquerosillo al despertarse. Ese sabor les confunde, les pone babeles en el habla, les hace decir cosas con escarabajos y adelfas, ciertos venenos les vienen a la saliva y e muy peligroso besarse. Por eso han de bañarse en barro, aceitarse en benzoles, ponerse cataplasmas de col y patata, beber un jarabe traído de Alemania, masajearse en horas privadas, seducirse por carta, comer alcachofas y beber una copita de vino de grosellas después de la cena. Y sobre todo, cada dos horas, ungirse en aguas amargas, llenarse la boca, los pies, y las cavidades más santas.


Ángel, el hijo de Ángel, está criando perdices y codornices. Madame Filomena ha firmado la defunción de las anémonas. Todas las habitaciones tienen picaporte y están ocupadas. En el jardín, un demonio se entretiene balanceando un único sauce lloroso.

1 comentario:

  1. Qué sonoridad más bonita!Me quedo con una imagen:"...siempre,palabra serpiente, diosa fundadora de las piedras que han vertebrado el balneario." Saludos, Hibernia.

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