Querida amiga Peregrina:
Por supuesto nuestra excursión acabó como era de prever. Louise consiguió una prenda de lencería escandalosamente cara y extraordinariamente bonita, además de unos zapatos de montaña típicos de la zona, un par de guantes de algodón estampados con pequeños lunares rojos (que ella insiste en calificar como “adorables”) y toda clase de golosinas y chocolates, más una botella del licor local y un queso envuelto en cenizas. En cuanto a las confidencias perseguidas… no es fácil hacer chismorrear a estas gentes, bastante adustas con las “aves de paso”. Louise desplegó todos sus encantos como el magnífico pavo real que es, y, a decir verdad, la inversión en la tienda de lencería fue quizás la más cara pero la más provechosa. Resulta que la bendita e íntima prenda es una pieza totalmente artesanal, confeccionada a mano por la propia dueña del comercio, una señora entrada en años con dos rosas frescas en las mejillas y la mirada más chispeante y celeste que puedas imaginar, amiga mía. Imagino que debe de traer de cabeza a los hombres de la zona, pues es coqueta y graciosa y por el género y la finura que maneja en su comercio, se la ve una mujer llena de recursos para hacer feliz a cualquiera. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, tres comercios más tarde, en la licorería, se nos informó de que Madame Liceao, que así se llama esta encantadora mujer, fue durante muchos años novicia y después monja en un convento de clausura de la zona. De todas las maneras nos costó unos buenos veinte minutos que el natural amor de Loise por las labores finas y la sincera admiración con que alababa la combinación de puntillas, satenes, encajes y transparencias, ablandaran el carácter local de la buena señora, que finalmente se nos abrió como una piña madura, y aún nos sirvió un delicioso té en la trastienda. De los tules y ligas pasamos a hablar de barcos, otro tema favorito de Madame Liceao, en el que me sentí más cómodo y pude opinar con mayor desenvoltura. Y así, picoteando en la conversación por aquí y por allá, pudimos llegar hasta nuestra posada y la misteriosa mujer del rostro azul.
Según nos contó madame Liceao, el almirante Blake tenía unos cuarenta años corridos, ya más cercanos a los cincuenta, cuando su fragata vino a estamparse contra estas costas. Corre la leyenda de que era un hombre terriblemente apuesto, de casi dos metros de altura, noble porte, nariz aguileña, cabello castaño dorado, rizado y abundante, ojos tan verdes como los profundos bosques bretones y huesos delicados y esbeltos. Además de estos atributos dicen que tenía dos principales encantos: una voz bellamente timbrada, espesa y aterciopelada que ponía al servicio de una conversación ágil e inteligente, trufada por ese sentido del humor tan particular que tienen los ingleses y que por aquí no parece muy apreciado. La otra cualidad preciosa residía en sus manos, tan gráciles como dos jóvenes pájaros, y por algún motivo tan especiales que su mujer hizo que viniera un famoso artista desde París para que sacar un vaciado en bronce de las mismas. En cuanto a esta enamorada mujer, parece que estaba saliendo de la adolescencia cuando conoció al que sería su marido, moribundo y enfermo, en el lecho hospitalario de su padre, que fue el pescador que lo recogió después del naufragio. La pasión entre estos dos seres fue extraordinaria y escandalizó a todo el pueblo, a pesar de estar bendecida por los altares, y a pesar de que “el viejo halcón peregrino” del almirante plegó sus alas para siempre y decidió instalarse y abandonar su vida en el mar. Parece que a los mayores de la comunidad no les gustó que se decidiese a abrir una casa de hospedaje como negocio de sustento, ya que, tradicionalmente, las posadas eran puntos de enlaces entre contrabandistas, refugios de perseguidos y, además, estas gentes tan hoscas, quieren evitar a toda costa la presencia de foráneos en sus parajes (de hecho han pasado dos siglos y sigue siendo el único albergue para viajeros). Sin embargo, con sus modales de Lord y su voz subyugante supo ganarse poco a poco el afecto y la confianza de sus vecinos. Debieron pasar diez años y tres hijos cuando comenzaron las “apariciones”. Hombres mal encarados, algunos mutilados, otros con cicatrices espantosas en el rostro, comenzaron a merodear por el pueblo y a pedir informes del patrón de la posada. Fueron tiempos tormentosos, parece que hubo un par de crímenes que nadie pudo resolver, y el miedo y la sospecha se apoderaron de estas tierras. Comenzaron los rumores, por lo bajinis se traficaba con la idea de que el almirante había tenido un pasado de bucanero. Algunos especulaban con que era Dick The Dirty, (Dick El Sucio) un cruel pirata que sembró el horror durante dos décadas en todos los mares del mundo. Ya sabes, mi muy querido Peregrino Corazón, que a muchos de estos caballeros de fortuna la Reina de Inglaterra los indultó e incluso dio títulos y una nueva e inmaculada reputación ya que, en verdad, con sus horribles hazañas de sangre y fuego, habían prestado un servicio valioso a los enemigos de la Gran Bretaña. Y estando en este punto tan estimulante de la conversación para nuestra desgracia entraron dos ancianas señoras en busca de pololos, con lo que tuvimos que despedirnos.
Louise y yo hemos deambulado por las habitaciones de la posada buscando las manos de bronce o el retrato del almirante, ya que nuestra lencera nos aseguró que había uno muy bueno hecho por un retratista italiano, y que incluso un marchante vino hace unos años a intentar comprarlo, sin éxito. Sin embargo no hemos encontrado nada, aunque sí algunas puertas cerradas con llave. También Louise, la traviesa, ha levantado un tapiz de la biblioteca y dice haber descubierto un cerco cuadrado, más pálido que la pintura de la pared, algo así como la huella tumefacta de donde tuvo que estar el cuadro durante años. He de decirte que esta biblioteca te encantaría, con sus muebles de nogal perfumado y su magnífica cristalera orientada al oeste y al mar.
Como nos hemos dejado seducir por este infantil juego de detectives, sígueme mandando las cartas a esta dirección, pues creo que no nos iremos de aquí con las manos vacías y sin una buena historia.
Para descongestionarme de estas emociones y un poco como fuga y descanso en un paraíso privado, sigo visitando el libro de tu querida hija. No puedo separar sus páginas de su voz, que me acompaña en las horas silenciosas de la siesta o del insomnio de las cuatro de la madrugada. Me gustaría poder confesarte tantas cosas…, pero siento pudor de que tú, mi amiga y consejera, seas su madre, y además, esta carta ya va tan crecida como un río con el deshielo de la primavera.
Y sí, encontré suaves versos, sedosos, entre los pliegues de ese mar de papel que es el “Libro de todas las cosas”:
Era la luna un alma de tela
Y yo la vestía
En la noche dulce de mi cuerpo
Te abrazo con ternura, tu amigo
Conde de Verdemar
Os sigo en silencio por entre las letras.
ResponderEliminarSaludos callados para los dos.
N. B.