Estaba todavía oscuro, con la noche apretada sobre la ciudad espesa, achaparrada de silencio y de sueño. Primero comenzó el viento, un vendaval de hojas podridas y basuritas, pequeños remolinos que juegan por los bordillos y luego se paran, atascando las alcantarillas. Todavía quedaba alguna chica con falda de vuelo saliendo de los bares nocturnos. Una llevaba una falda colorada, de ruedo amplio y cosida con godés. El viento se la infló como un globo, parecía una gran amapola deshojándose, porque las sacudidas hacían ver que se le desprendían infinitos pétalos de la falda, o también, desde lejos, desde lo alto de la empinada calle, semejaba a una medusa furiosa en los abismos de aquella plaza pública, justo en la esquina donde tomas el metro de Joanic. Sus amigos la sujetaban al suelo, pues era muy flaca y todas aquellas telas, alborotadas, amenazaban con propulsarla al oscuro y helado cielo. Mi novio ya me había contado que a veces pasaba, que en su balcón del séptimo cielo a veces, después de estas tormentas de aire, aparecen enganchadas en las macetas objetos insólitos, prendas arrancadas de algún tendedero del otro extremo de la ciudad, sombreros, paraguas destartalados, ligeras libretas de papel de arroz donde algún turista japonés estaba anotando sus impresiones, rosarios, tarjetas postales, ediciones del Gerald Tribune, servilletas de papel manchadas de grasa de calamar frito y donde alguien anotó un teléfono, billetes de lotería, hojas de berza, hojas sueltas de un manuscrito de teatro herido y deslavazado, cartas del tarot, cartones de leche, muñecos de peluche, molinetes de viento y mariposas de tul con las alas un poco destrozaditas, y también me aseguró que en un par de ocasiones había encontrado a unas señoras ancianas, extremadamente delgadas, con ese tipo de complexión deshidratada por los años y que presenta una piel casi transparente y unos huesecillos de ave; las señoras, envueltas en mantones que seguramente hacían las inesperadas funciones de un velamen izado, se habían posado unos minutos en su baranda hasta que la fuerza de una nueva ráfaga las llevó unos balcones más allá y después quién sabe dónde.
Yo llegué a casa en plena ventolera, y las plantas grandes, cabeceaban furiosas, asintiendo al discurso del aire atronador.Entre las ramas del ficus ya se había posado un sostén anónimo y perdido. Me metí en la cama y me dormí. Luego vino la lluvia, con esa gentileza de nudillos mojados, a golpear las ventanas, los cristales del inconsciente donde yo estaba en mis cocinas, soñando afanosamente. Desperté a medias saludando a la invitada que se quedó todo el día siguiente, metiéndose en cualquier resquicio que se le dejaba. En su honor me puse mi sombrero verde y mis margaritas vivas, las que viven en mi chubasquero, para que me las regara.
El balcón del séptimo cielo es propicio a la abundancia. Las abuelitas que vuelan en las tormentas desde siempre me han gustado: aunque algunas dan miedo, generalmente son simpáticas y amables,nunca dejan de saludar mientras las arrastra el viento.
ResponderEliminarFue una buena lluvia, sí señor.
Saludos florales.
gracias por las flores, las puse en la ventana, como las viejitas también saludaban muy simpáticamente, moviendo la corola y el fru fru.
ResponderEliminarle mando un boniato