La mesa es redonda, de una madera largamente acariciada, suave. Sobre su superficie un pequeño mundo de objetos, volúmenes, brillos y opacidades.
Hay un plato de cerámica blanca, hondo, con un motivo de ramaje y hojas azules. Allí están contenidas unas frutas, apoyadas las unas en las otras. La más voluminosa es un membrillo, con su piel dorada, que por zonas se ve cubierta de un terciopelo más oscuro, ocre. El membrillo, con su superficie rugosa, como amasada por manos alfareras, parece un sol abuelo, misterioso y fragante. A ambos lados tiene dos mandarinas, brillantes y de piel gruesa. Y en ese contacto entre las pieles frutales me sorprenden dos manzanas, viejas y amarillas. Se están deshidratando muy lentamente y me parece que si las toco les haría daño, un daño animal. Su piel, ya tan fina y plegada, me las hace imaginar parientes imposibles y menudas de un elefante, extraña genealogía, sin duda. Quizás toda ese azúcar que están condensando ahí, en su centro invisible que no puedo pintar, me hace pensarlas sabias y pacientes, exóticas en su vestido de ancianidad. Sobre ellas, alzando su parte más redondeada, se levanta una pera de esas que llaman “conferencia”. Su piel pálida y golpeada presenta varios hematomas terrosos abiertos, abriéndola a la putrefacción. Es un hipnótico contraste su cuerpo vulnerado, roto, con el vigor de su forma precisa con el que corona el borde del plato, como un mascarón de proa.
Fuera de la cerámica, incluso fuera de la sombra que proyecta la cerámica bajo las luces cenitales, hay una manzana solitaria. Por su aspecto y el color de su piel, rojizo-rosado, heterogéneo, con un poco de verde pálido a la altura del rabito que la unía con su árbol madre, yo diría que es una “fuji”. Tiene una forma preciosa y se la ve sana. Ruborosa, en su soledad esférica, es un pequeño mundo cerca del cual orbita un zapatito de cerámica. Es un adorno encantador. Parece un botín de novia barroca, de señorita liliputiense que bajara de un carruaje tirado por un magnífico tronco de caballos lunares. La punta del botín se dirige hacia una piedrecita vulgar, anónima, si no fuese porque alguien ha escrito “Te quiero”. ¡Con esa leyenda no me importaría llevar el guijarro en mi propio zapato!
También hay una vela, sobre un platillo de postre adornado con frutas del bosque (dos cerezas, unas moras, una ciruela verde y una frambuesa). Pero la taza es un tronco de cera viva, encendida. La llama ha hecho que los bordes de la vela se plieguen como el escote de un vestido. En esa curva blanda de la cera leo un oleaje, y también la concavidad de una cueva salina, esto último, sobre todo, por la textura granulada de la pared interior. Sin embargo, de lejos, esta misma textura parece seda, e incluso se transparenta, frágil velo de la llama que arde en su centro.
A su lado, secada y moldeada por mil vientos y mareas, una raíz. Es una raíz pálida, ligera, llena de protuberancias y pelos. Su tacto impresiona. Acariciarla requiere dedos lentos, dedos antiguos. Tiene orificios. Como oídos o fosas nasales, tiene hendiduras, misterios leñosos. Se refleja, lejana y convexa, es la superficie de una tetera de cobre. Es una tetera simpática, por su porte, casi un castillo tártaro. Su pico, abierto, ávido, parece el de un animal mitológico. El tiempo la ha deslustrado y cubierto de sombras, en un estarcido de humo. Tanto el pico de su tapa como la agarradera son de porcelana blanca y azul, un contraste sorprendentemente joven y fresco, como si fuesen los adornos de una venerable y gran dama.
Un poco más allá, en un cáliz uterino de cristal, se ha abierto una rosa de Jericó. Las ramas, marrones verdosas, se han desplegado como desperezándose de un largo sueño. Se ayuntan al cristal, trepadoras, brazos táctiles, algosos y desordenados. Es hermosa y austera. No así como su vecina, que vive en un jarrón, también de cristal y en forma de lágrima truncada. Allí, tres varas de lilium blancas, orgullosas, se han abierto como estrellas explosionadas y estáticas sobre sus tallos. Sin embargo las flores pequeñas, casi capullos, se están secando, y presentan el color de una falda sucia y arrugada.
Debajo del pequeño vergel otra tetera, clásica, pulida, femenina y coqueta, también blanca, nupcial, una señora de cuello alto y buenas maneras, de asa fina y formas llenas. Contrasta con un tronco, añoso, grisáceo, recorrido por múltiples líneas que sin duda ha dibujado el colmillo del tiempo. Es un tronco viejo y esbelto, que parece danzar, parece todo él una extremidad expresiva y grácil. Sobre su áspero color descansa un limón, un pequeño pecho de doncella, con su pezón pronunciado y su color amarillo, inesperadamente suave bajo la luz artificial.
Es un mundillo misterioso y muy vivo, lleno de fragancias y de extrañas relaciones. La belleza de tu mirada resalta todas las formas y vuelve bello todo lo que toca.
ResponderEliminarAbrazos peregrinos.
qué bueno que lo disfrutaras, gracias.
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