oración

si yo fuera peregrina de mi misma
si llegara a la dulce
posada esmeralda
del corazón

lunes, 7 de marzo de 2011

entrando en una novela_capítulo 1, pequeña obertura de metal y animales

En una de las calles cercanas al puerto, en el número 15, hay una persiana de metal que acostumbra a  permanecer medio echada.  La persiana es un mapa de graffitis y de manchas. Los dibujos son bonitos, una fauna excesiva de escarabajos, mariquitas que en vez de puntos lucen pequeños corazones en sus alas,  saltamontes de patas desmesuradamente largas y rematadas en zapatos de tacón,  huevos de diversos tamaños con los embriones transparentados, retorcidos y el corazón rojamente latiendo, telas de araña, comadrejas con antifaz, hormigas con tutú rosa, Campanilla morreándose a la mucha lengua con una Sirenita de cabellos enredados en flores y frutos, flores y frutos vagamente carnívoros, con colmillos y digestiones de gusanos u otras especies difíciles de determinar, varios ojos con sus pestañas y sus cejas, pero sobre todo una constelación de ojetes, abiertos y al parecer celebrativos.  Por sobre toda esa maraña reinan, gracias a su tamaño, dos mariposas follando. Una de ellas es una Acherontia atropos, en negro y oro, con la calavera bellamente dibujada. Es de esta mariposa que salen, como surtidores, unos falos en espiritrompa, muchos de los cuales se insertan en la otra mariposa, tan blanca y cubierta de encajes que recuerda una virgen barroca, o un pavo real albino.  La persiana no gusta a los vecinos, sin embargo muchos turistas que se pierden en el laberinto del puerto detienen su vagabundeo y le sacan fotos.  

La pequeña mujer se divertía pestañeando con su Canon sobre aquella superficie delirante. Tomó varias fotografías generales, algunas desde la esquina de la calle, en perspectiva con las basuras, con la gente que pasaba, con la escuadra de sol dura y recortando el edificio como si la porción de luz fuese el trozo herido de una tarta. Luego se acercó e intentó, de muchas maneras, encuadrar sólo la persiana, a modo de mural autónomo, artístico y vivo en el museo de la calle. Y después se concentró aún más, en planos detalle minuciosos, cartografiando ese mundo de individuos y relaciones con pelos y pezuñas y alas, y también esas pequeñas palabras que pasaban desapercibidas, y que a veces lucían colas como de lobo, o cuernos, o vaginas. Las palabras se diseminaban  por entre los cuerpos fabulosos, quizás los inseminaban, ¿de sentido? Cuando se dio por exhausta enfundó la máquina y de su mochila sacó una guía. Las últimas páginas hacían las veces de un pequeño diccionario, pero aunque lo intentó no encontró ninguna de aquellas palabras animales.  Cerca resonaron tres campanadas, graves, lapidarias,  y el sonido la sacó de esos estudios. De pronto se sintió desconcertada, le vino como un peso enorme sus cincuenta y seis años y su soledad absurda en la calleja. Y pensó en rendirse y en marchar al hotel porque ya ese cansancio le iba a impedir disfrutar de lo que fuese, del paseo, de lo desconocido, de querer asombrarse. Así que guardó también la guía, miró que si a derecha, que si a izquierda, se decidió y se fue. Pero doblada la esquina le vino  un impulso y volvió para atrás. Miró sus manos, tan pequeñas, tan finas. Su amante a menudo las comparaba con pequeños pájaros. Hacía tiempo que le costaba mantenerlas abiertas, sin querer, se acaracolaban buscando hacerse puño. Están cansadas, se decía ella, se están recogiendo como para morir. Y cerraba la tapa del piano. Pequeños pájaros que ya no se posan en las ramas del sonido, le hablaba a su amante, en su cabeza. Y dejó que su mano izquierda se cerrara, la levantó y llamó a la persiana. Primero dio tres repiqueteos y esperó. En ese tiempo no pensó en nada. Luego volvió a llamar, esta vez, dos golpecitos. Y esperó. No podía pensar. Miró hacia arriba. Las nubes pasaban rápido. De nuevo alzó la mano, un solo llamado, metálico, retemblón. Y a esperar y a mirarse la punta de los pies. Entonces se le ocurrió, me gustaría tener unos zapatos de musgo. Y casi seguido, mira, esto es un pensamiento. Pero nadie acudió a abrir la persiana. Entonces ¿qué?, ¿marchar? Probó con la otra mano, cuatro golpes, suaves, una dulce impertinencia que se permitió. Y casi en seguida la persiana que se pliega hacia arriba, como una frente enfurruñada, y allí estaba la chica, totalmente de negro y vagamente familiar.

2 comentarios:

  1. Qué intriga... muchas ganas de leer la novela.

    Abrazos cálidos para usted y todos sus mundos.

    ResponderEliminar
  2. gracias por los abrazos que repartiré cuidadosamente entre todos mis salvajitos. Bésola mucho.

    ResponderEliminar